domingo, 18 de marzo de 2012

Donald Ray Pollock (Ohio, 1954) nació y creció en Knockemstiff, una hondonada al sur del estado actualmente convertida en un auténtico pueblo fantasma. Dejó el instituto a los diecisiete años para trabajar en una planta cárnica y, más tarde, en una fábrica de papel en la que estuvo empleado durante treinta y dos años. En 2009 se graduó en la Universidad Estatal de Ohio y sus textos han sido publicados en numerosos periódicos y revistas.Knockemstiff es su primer libro.

La vida real


Mi padre me enseñó a hacer daño a la gente una noche de
agosto en el autocine Torch cuando yo tenía siete años. Era
lo único que se le dio bien alguna vez. Fue hace muchos años,
cuando la experiencia de ver películas al aire libre todavía era
de lo más popular en el sur de Ohio. Ponían Godzilla, junto
con una peli cutre de platillos volantes que demostraba que los
moldes de tartas podían conquistar el mundo.
Aquella noche hacía un calor que se caían los pájaros, y
para cuando empezó la peli en la enorme pantalla de madera
contrachapada, el viejo ya estaba de un humor de perros. No
paraba de despotricar contra el calor y de secarse el sudor de
la frente con una bolsa de papel marrón. Hacía dos meses que
no llovía en el condado de Ross. Todas las mañanas mi madre
sintonizaba la KB98 en la radio de la cocina y escuchaba cómo
la señorita Sally Flowers le pedía a Dios que hubiera tormenta.
Luego salía y se quedaba mirando aquel cielo blanco y vacío
que pendía como una sábana sobre la hondonada. A veces todavía
la recuerdo allí de pie, en medio de aquella hierba reseca
y marrón, estirando el cuello con la esperanza de ver ni que
fuera una triste nube oscura.
—Eh, Vernon, mira esto —dijo mi madre aquella noche.
Desde que habíamos aparcado, había estado intentando
demostrarle al viejo que era capaz de meterse un perrito caliente
en la boca sin estropearse el reluciente pintalabios. Hay
que tener en cuenta que mi madre llevaba todo el verano sin
salir de Knockemstiff. El mero hecho de ver un par de luces
rojas ya la tenía toda alborotada. Pero cada vez que se atragantaba
con la salchicha, a mi viejo se le retorcían un poco
más aquellos músculos como sogas que tenía en el pescuezo,
y daba la impresión de que la cabeza le iba a salir disparada en
cualquier momento. Mi hermana mayor, Jeannette, había sido
lista y se había pasado todo el día fingiéndose enferma, y así
era como los había convencido para que la dejaran quedarse
en casa de una vecina. De manera que allí estaba yo, atrapado
a solas en el asiento trasero, mordiéndome la piel de los dedos
y confiando en que mamá no cabreara demasiado al viejo antes
de que Godzilla destrozara Tokio a pisotones.
Pero la verdad es que ya era demasiado tarde. Mamá se había
olvidado de llevar la taza especial del viejo, de modo que
por lo que a él respectaba todo era una puta mierda. Ni siquiera
Popeye le arrancó una risita, así que mucho menos se iba a
emocionar porque su mujer hiciera trucos con una salchicha
Oscar Mayer arrugada. Además, mi viejo odiaba las películas.
«Son un montón de trolas de mierda —decía siempre que alguien
mencionaba que había visto la última película de John
Wayne o de Robert Mitchum—. ¿Qué coño tiene de malo la
la vida real?» Para empezar, si había aceptado ir al autocine era
sólo por el escándalo que le había montado mi madre la noche
antes, cuando apareció en casa con un coche nuevo, un Impala
de 1965.
Era el tercer coche que se compraba en lo que iba de año.
Nos alimentábamos a base de sopa de alubias y pan frito, pero
íbamos en coche por Knockemstiff como ricos. Aquella misma
mañana había oído a mi madre coger el teléfono y ponerse a
rajar con su hermana, la que vivía en el pueblo.
—Está loco, el hijoputa, Margie —le dijo—. El mes pasado
no pudimos ni pagar la factura de la luz.
Yo estaba sentado delante de la tele muerta, mirando cómo
le goteaba sangre aguada por sus pálidas pantorrillas. Se
las había intentado afeitar con la navaja del viejo, pero tenía las
piernas como barras de mantequilla. Una mosca negra no paraba
de zumbar alrededor de sus tobillos huesudos y de esquivar
sus palmadas cabreadas.
—Lo digo en serio, Margie —dijo por el auricular negro—,
si no fuera por los críos me largaría de esta hondonada
de mala muerte sin pensarlo.
Nada más empezar Godzilla, mi viejo sacó el cenicero del
salpicadero y lo llenó de whisky de su botella.
—Por el amor de Dios, Vernon —dijo mi madre. Se había
quedado con el perrito caliente en alto, a punto de metérselo
otra vez en la boca.
—Eh, ya te he dicho que no pienso beber de la botella.
Empiezas con esa mierda y acabas como un puto borracho de
la calle.
Dio un trago del cenicero, tuvo una arcada y escupió una
colilla empapada por la ventanilla. Llevaba privando desde el
mediodía, haciendo alarde de su nuevo buga delante de sus colegas
de juerga. El coche ya tenía una abolladura en uno de los
paneles laterales.
Después de dar un par de sorbos más del cenicero, el viejo
abrió la puerta de golpe y sacó sus flacas piernas. Se le escapó
un chorro de vómito que le empapó de Old Grand-Dad los
bajos de los pantalones azules de trabajo. La camioneta que
teníamos al lado arrancó y se colocó en otro sitio de la hilera
de coches. El viejo se pasó un par de minutos con la cabeza
colgando entre las piernas, pero al fin se incorporó y se limpió
la barbilla con el dorso de la mano.
—Bobby —me dijo—, como tu pobre padre se coma uno
más de esos buñuelos de patata grasientos de tu madre, lo van
a tener que enterrar.
Con lo que comía mi viejo no sobreviviría ni una rata, pero
cada vez que vomitaba el whisky le echaba la culpa a la comida
que le hacía mamá.
Ésta se rindió, envolvió el perrito caliente en una servilleta
y me lo devolvió.
—Vernon, acuérdate de que nos tienes que llevar en coche
a casa —lo avisó.
—Carajo —dijo él, encendiendo un cigarrillo—, pero si
este coche se conduce solo.
Luego vació el cenicero y se acabó lo que le quedaba de
bebida. Estuvo unos minutos mirando la pantalla y se fue hundiendo
lentamente en la tapicería acolchada como si fuera un
sol poniente. Mi madre estiró el brazo y bajó un poco el volumen
del altavoz que colgaba de la ventanilla. Nuestra única
esperanza era que el viejo se quedara dormido antes de que la
noche entera se fuera al garete. Pero en cuanto Raymond Burr
aterrizó en el aeropuerto de Tokio, se incorporó de golpe en su
asiento y se volvió para fulminarme con su mirada inyectada
en sangre.
—Me cago en la puta, chaval. ¿Cuántas veces tengo que
decirte que no te muerdas las uñas? Haces más ruido que un
puto ratón royendo un saco de maíz.
—Déjalo en paz, Vernon —intervino mi madre—. Además,
no se las muerde.
—Joder, ¿y qué diferencia hay? —dijo, rascándose la barba
del cuello—. Vete a saber dónde ha metido esas zarpas de pajillero.
Yo me saqué los dedos de la boca y me senté encima de las
manos. Era la única forma que tenía de mantenerlas apartadas
cuando estaba con mi padre. El viejo llevaba todo el verano
amenazándome con rebozarme de mierda de pollo hasta los
codos para quitarme el hábito. Ahora se echó más whisky en
el cenicero y se lo tragó con un escalofrío. Justo cuando estaba
desplazándome sigilosamente por el asiento para sentarme
detrás de mi madre, la luz del techo se encendió.
—Venga, Bobby —dijo—. Tenemos que echar una meada.
—Pero si acaba de empezar la película, Vernon —protestó
mamá—. Lleva todo el verano esperando para verla.
—Eh, ya sabes cómo es —dijo el viejo lo bastante alto
como para que lo oyera la gente de la hilera de al lado—. Cuan donald
vea ese rollo del Godzilla, no quiero que se me mee en los
asientos nuevos.
Se deslizó fuera del coche, se apoyó en el poste metálico de
los altavoces y se remetió la camiseta en los anchos pantalones.
Yo salí a regañadientes y seguí a mi viejo mientras él cruzaba
el solar de grava haciendo eses. Unas adolescentes con minishorts
pasaron pavoneándose a nuestro lado, con las piernas
iluminadas por la luz resplandeciente de la pantalla. Cuando se
detuvo a mirarlas, choqué contra sus piernas y me caí a sus pies.
—Me cago en la puta, chaval —me dijo, levantándome de
un tirón del brazo como si yo fuera una muñeca de trapo—.
A ver si miras por dónde vas. Cada día te pareces más a tu puñetera
madre.
El edificio de bloques de hormigón que había en medio
del solar del autocine estaba abarrotado de gente. El proyector,
que traqueteaba con estruendo, estaba en la parte de delante, el
tenderete de refrescos en el medio y los retretes en la parte de
atrás. El olor a meados y a palomitas flotaba en el aire caluroso
y estancado como si fuera insecticida. En los lavabos había
una hilera de hombres y chavales con las pollas colgando a lo
largo de una artesa de metal verde. Todos estaban mirando al
frente, con la vista clavada en una pared pintada de color barro.
Otros esperaban en fila tras ellos sobre el suelo mojado y pegajoso,
meciéndose sobre las puntas de sus zapatos y esperando
su turno con impaciencia. Un gordo con peto y un sombrero
de paja raído salió de un cubículo de madera dando tumbos
y masticando una chocolatina Zero, y el viejo aprovechó para
empujarme adentro y cerrar de un portazo detrás de mí.

Yo tiré de la cadena y me quedé un rato allí conteniendo
la respiración, fingiendo que meaba. Del exterior me llegaban
fragmentos de diálogo de la película, y yo trataba de imaginarme
las partes que me estaba perdiendo cuando el viejo empezó
a aporrear la puerta endeble.
—Joder, chaval, ¿por qué tardas tanto? —gritó—. ¿Te la
estás cascando o qué? —Volvió a aporrear la puerta y oí que
alguien se reía. Luego dijo—: Te lo juro, estos putos chavales te
vuelven loco.
Me subí la cremallera y salí del cubículo. El viejo le estaba
dando un pitillo a un tipo gordo con el pelo negro y grasiento
repeinado con serrín. Una mancha color púrpura con forma de
porción de tarta le cubría los faldones de su sucia camisa.
—Te lo juro por Dios, Cappy —le estaba diciendo mi padre
al hombre—, este chaval le tiene miedo a su puñetera sombra.
Un puto gusano tiene más pelotas que él.
—No, si yo te entiendo —dijo Cappy. Le arrancó el filtro
al cigarrillo de un mordisco y lo escupió en el suelo de cemento—.
Mi hermana tiene uno igual. El pobre desgraciado no es
capaz ni de poner la mosca en el anzuelo.
—Bobby tendría que haber salido niña —soltó el viejo—.
Joder, cuando yo tenía su edad, ya estaba cortando leña para la
cocina.
Cappy se sacó una cerilla larga de madera del bolsillo de la
camisa, encendió el cigarrillo y dijo con un encogimiento de
hombros:
—Bueno, aquéllos eran otros tiempos, Vern. —Luego se
metió la cerilla por la oreja y se hurgó la cabeza entera.

—Lo sé, lo sé —continuó el viejo—, pero aun así, uno se
pregunta adónde coño va este país.
De pronto un hombre con gafas de montura negra se salió
de su sitio en la fila de los urinarios y le dio unos golpecitos
en el hombro a mi padre. Era el cabrón más grande que había
visto en mi vida; tenía un cabezón enorme que prácticamente
tocaba el techo y unos brazos del tamaño de postes. Detrás
de él había un chaval de mi altura, vestido con un bañador de
colores vivos y una camiseta con una foto descolorida de Da vy
Crockett en la pechera. Llevaba el pelo al rape recién engominado
y la barbilla manchada de gaseosa de naranja. Cada
vez que respiraba, emergía de su boca un globo de chicle Bazooka
que parecía una flor redonda de color rosa. Tenía pinta
de ser feliz y yo lo odié al instante.
—Cuidado con las palabrotas —advirtió el hombre. Su
vozarrón retumbó por la sala y todo el mundo se volvió para
mirarnos.
Mi viejo se giró de golpe y se dio con la nariz en el pecho
del hombretón. Salió rebotado hacia atrás y levantó la vista hacia
el gigante que se erguía por encima de él.
—Joder —dijo.
La cara sudorosa del hombre se empezó a poner roja.
—¿Es que no me has entendido? —le dijo a mi padre—.
Te he pedido que no sueltes palabrotas. No quiero que mi hijo
oiga ese vocabulario. —Y luego dijo muy despacio, como si estuviera
hablando con un retrasado—: No... te lo voy... a pedir...
otra vez.
—No me lo has pedido ni una puta vez —le soltó mi padre.

Mi viejo tenía el cuerpo duro como una roca, pero en aquella
época estaba hecho un fideo, y nunca sabía callarse a tiempo.
Se quedó mirando a la multitud que se empezaba a congregar,
después se volvió hacia Cappy y le guiñó un ojo.
—Ah, ¿te parece gracioso? —dijo el hombre. Cerró las manos
para formar unos puños del tamaño de pelotas de softball
y dio un paso hacia mi padre.
Alguien al fondo de la sala dijo:
—Dale una paliza.
Mi padre retrocedió dos pasos, dejó caer el cigarrillo y levantó
las palmas de las manos.
—Quieto parado, colega. Carajo, no iba con mala intención.
—Luego bajó la vista y se quedó mirando los zapatos
negros del grandullón durante unos segundos. Yo vi que se estaba
mordiendo el interior de las mejillas. No paraba de abrir
y cerrar las manos como si fueran las pinzas de una cigala—.
Eh —dijo por fin—, esta noche no queremos problemas por
aquí.
El grandullón echó un vistazo a la gente. Estaban todos
esperando a ver qué hacía a continuación. Se le empezaron a
resbalar las gafas por la ancha nariz y se las volvió a subir. Respiró
hondo, tragó saliva aparatosamente y le clavó un dedazo a
mi padre en el pecho huesudo.
—Escucha, lo digo en serio —dijo, escupiendo gotitas de
saliva—. Aquí vienen muchas familias. No me importa que
seas un puñetero borracho. ¿Me entiendes?
Yo miré furtivamente al hijo del tipo y él me sacó la lengua.

—Sí, lo entiendo —oí que mi padre decía en voz baja.
Una sonrisa petulante se dibujó en la cara de aquel ca bronazo
de gigante. Hinchó el pecho como si fuera un pavo real y
se le tensaron los botones de la camisa blanca y limpia. Echó
una mirada a la panda de hombres que confiaban en ver una
pelea, soltó un profundo suspiro y encogió sus anchos hombros.
—Me temo que esto es todo, muchachos —dijo sin dirigirse
a nadie en particular.
A continuación, con la mano apoyada suavemente sobre la
cabeza de su hijo, empezó a darse la vuelta.
Yo miré nerviosamente cómo la multitud, decepcionada,
negaba con la cabeza y comenzaba a alejarse. Recuerdo haber
deseado poder largarme a hurtadillas con ellos. Supuse que mi
viejo me iba a culpar a mí de lo mal que había ido aquello.
Pero en el mismo momento en que el rugido de Godzilla, chirriante
como el gozne de una puerta, arrancaba ecos de los
lavabos, mi padre se abalanzó hacia el grandullón y le arreó
un puñetazo en toda la sien. La gente nunca me cree, pero
una vez vi a mi viejo tumbar a un caballo con aquella misma
mano. Un crujido espantoso reverberó por la sala de cemento.
El hombre se tambaleó y de pronto a su cuerpo se le escapó
todo el aire, como si se estuviera tirando un pedo. Agitó las
manos frenéticamente en el aire, igual que si intentara agarrar
una cuerda de salvamento, y por fin se desplomó en el suelo
con un ruido sordo.
La sala se quedó un momento en silencio, pero en cuanto el
hijo del tipo se puso a chillar, mi padre estalló. Rodeó al hombre,
atizándole patadas en las costillas con sus botas de trabajo, y le pisoteó la mano izquierda hasta que la alianza de oro le
cortó la carne y se le vio el hueso del dedo. Se puso de rodillas,
le quitó las gafas, se las partió por la mitad y le pegó en la cara
con tanta fuerza que un diente le atravesó la mejilla carnosa.
Por fin Cappy y otros tres hombres agarraron a mi padre por
detrás y se lo llevaron a rastras. Tenía los puños cubiertos de
sangre reluciente. De la barbilla le colgaba un fino hilo de espuma
blanca. Oí que alguien gritaba que llamaran a la policía.
Sin soltar a mi padre, Cappy dijo:
—Joder, Vern, ese hombre está malherido.
Justo cuando yo estaba levantando la vista del cuerpo tirado
en el suelo para mirar a los ojos desquiciados de mi padre, el
hijo del tipo se volvió y me arreó en toda la oreja. Yo me cubrí
la cabeza con los brazos y me agaché mientras el chico se ponía
a darme tortazos.
—¡Maldito seas! —oí que mi padre gritaba con voz ronca—.
¡Como no plantes cara, te arreo una tunda!
Los perritos calientes que me había comido me subieron
por la garganta y me los volví a tragar. Yo no quería pelear,
pero el chico no era nada comparado con mi viejo. Justo cuando
me levanté para mirarlo me pegó un puñetazo en la bo -
ca. Me eché hacia atrás y di un manotazo a ciegas. De alguna
manera conseguí acertarle en la cara. Oí que mi padre volvía
a gritar y seguí dando porrazos. Al cabo de tres o cuatro puñetazos
el chaval bajó las manos y se echó a lloriquear, atragantándose
con el chicle. Dirigí una mirada a mi viejo y él me
gritó:
—¡Rómpele la cara!

Yo volví a pegar al chico, y de la nariz le salió un chorro de
sangre de color rojo brillante.
Zafándose de los hombres que lo sujetaban, mi padre me
cogió del brazo y me sacó por la puerta. Cruzó corriendo el
aparcamiento, llevándome a rastras y buscando el coche en la
oscuridad. De pronto se detuvo y se arrodilló ante mí. Estaba
intentando respirar.
—Lo has hecho bien, Bobby —dijo, secándose el sudor de
los ojos. Me agarró de los hombros y me los estrujó—. Lo has
hecho muy bien.
Cuando encontramos el coche, mi padre me empujó al
asiento trasero y levantó el altavoz de la ventanilla. Lo dejó
caer al suelo con un estruendo, se abalanzó hacia el interior y
puso la llave en el contacto. Mi madre se despertó de golpe.
—¿Ya se ha acabado? —preguntó con voz soñolienta.
Por el sistema de megafonía se oyó una voz crepitante suplicando
que, si había algún médico o enfermera, se presentara
de inmediato en el tenderete de refrescos.
—Dios, ¿qué ha pasado? —dijo mamá, irguiéndose en el
asiento y frotándose la cara.
—Un gordo hijoputa ha intentado decirnos cómo tenemos
que hablar, eso es lo que ha pasado —respondió el viejo—.
Pero les hemos dado una buena, ¿eh, Bobby? —Arrancó
el motor. Los dos levantamos la vista hacia la pantalla justo
cuando Godzilla estaba mordiendo una torre de alta tensión—.
Hostia puta, chaval, ese bicho tiene unos dientes así
de largos —se rió mi viejo, extendiendo los dos brazos. Luego
se inclinó y le dijo a mi madre en voz baja—: Esta vez van a avisar a las autoridades. —Estiró el brazo y puso el Chevy en marcha.
Pisando a fondo el acelerador, el viejo bajó el coche del
montículo donde habíamos aparcado y salió coleando por entre
los demás vehículos. La grava suelta los salpicó. Un viejo y
una mujer se chocaron mientras intentaban apartarse de nuestro
camino. Empezaron a sonar bocinas y a encenderse faros.
Nos largamos a toda pastilla por la salida y llegamos patinando
a la carretera, donde pusimos rumbo al oeste en dirección
a casa. Una ambulancia pasó a toda velocidad a nuestro lado,
con la sirena aullando. Yo miré atrás, hacia el cine, en el preciso
momento en que la pantalla parpadeaba y se apagaba.
—Agnes, tendrías que haberlo visto —dijo mi viejo, aporreando
el volante con la mano ensangrentada—. Le ha arreado
una buena tunda a ese chaval. —Agarró la botella de debajo
del asiento, la destapó y dio un trago largo—. ¡Ésta es la
mejor noche de mi puta vida! —gritó por la ventanilla.
—¿Has metido a Bobby en una pelea?
—Pues claro, faltaría más, joder —replicó mi viejo.
Mi madre se inclinó por encima del asiento delantero, me
palpó la cabeza con las manos y echó un vistazo a mi cara en
la oscuridad.
—Bobby, ¿estás herido? —me preguntó.
—Tengo sangre.
—Dios mío, Vernon —dijo ella—. ¿Qué has hecho esta
vez, cabrón de mierda?
Alcé la mirada justo cuando él le arreaba un golpe con el
antebrazo. La cabeza de mi madre rebotó contra la ventanilla.
—¡Hijo de puta! —gritó ella, cubriéndose la cabeza con las
manos.
—No lo trates como a un bebé. Y tampoco me llames «cabrón
».
Yo pegué un salto y me senté detrás de mi padre mientras
volvíamos a casa a toda pastilla. Cada vez que se cruzaba con
un coche, daba otro trago de la botella. El viento entraba a ráfagas
por su ventanilla abierta y me secaba el sudor. El Impala
daba la impresión de estar flotando por encima de la carretera.
«Lo has hecho bien», me repetía a mí mismo una y otra vez.
Fue la única maldita cosa que me dijo el viejo en toda mi vida
que no traté de olvidar.
Más tarde me despertó el ruido de una tormenta que se
avecinaba. Yo estaba tumbado en la cama, todavía vestido.
A través de la ventana vi relámpagos por encima de las Mitchell
Flats. Un inmenso retumbar de truenos avanzaba por la
hondonada, seguido de cerca por un aullido agudo y espantoso;
pensé en Godzilla y en la película que me había perdido.
Sola mente cuando los truenos se alejaron me di cuenta de que
aquel aullido era el ruido que hacía mi viejo al vomitar en el
cuarto de baño.
Se abrió la puerta de mi dormitorio y mi madre entró con
una vela encendida en las manos.
—¿Bobby? —dijo.
Yo fingí que estaba dormido. Ella se inclinó sobre mí y me
acarició la mejilla dolorida con su suave mano. Luego levantó
el brazo y me cerró la ventana. A la luz de la vela, le eché un
vistazo furtivo al moratón que se le extendía por la cara como
una mancha de mermelada de uva.
Salió de puntillas de la habitación, dejando la puerta entreabierta,
y se alejó por el pasillo.
—Ten —oí que le decía a mi padre—, ¿verdad que alivia?
—Creo que me lo he roto —dijo éste—. El cabrón ese tenía
la cabeza dura como una piedra.
—No deberías beber, Vernon.
—¿Está dormido?
—Está agotado.
—Me apuesto un sueldo a que le ha roto la nariz a ese
chaval, por cómo sangraba —dijo mi padre.
—Tendríamos que irnos a la cama.
—No me lo podía creer, Agnes. Ese puto chaval era el doble
de grande que Bobby, lo juro por Dios.
—No es más que un niño, Vernon.
Pasaron despacio por delante de mi puerta, apoyados el
uno en el otro, y entraron en su dormitorio. Oí que mi madre
decía «Ni hablar», pero al cabo de unos minutos la cama comenzó
a chirriar como una sierra oxidada. Fuera, la tormenta
por fin se desató y unos goterones enormes empezaron a aporrear
el tejado de hojalata de la casa. Oí que mi madre gemía
y que mi padre llamaba a Dios. Un relámpago trazó un arco
en el cielo negro y unas sombras largas se pusieron a danzar
por las paredes de yeso desnudo de mi habitación. Me tapé
la cabeza con la fina sábana y me metí los dedos en la boca.
Un sabor dulce y salado me hizo escocer el labio partido y se
donald ray pollock
esparció por mi lengua. Era la sangre del otro chico, que yo
todavía tenía en las manos.
Mientras la cama de mis padres aporreaba con fuerza el
suelo de la habitación contigua, yo me lamí la sangre de los
nudillos. Los grumos secos se me disolvieron en la boca y convirtieron
mi saliva en sirope. Aun después de tragarme toda
aquella sangre, me seguí lamiendo las manos. Quería más. Ya
siempre querría más.

martes, 20 de diciembre de 2011

Los Caballos Azules de Ricardo Menendez Salmón


Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) es escritor y licenciado en Filosofía. Ha publicado el libro de relatos Los desposeídos, las novelas La filosofía en invierno (KRK Ediciones), Panóptico (KRK Ediciones) y Los arrebatados (Ediciones Trea) y el ensayo sobre política y estética Crematorio bajo la clepsidra: la poética de Adolf Hitler. Este cuento ha resultado ganador del Premio Internacional Juan Rulfo del Instituto de México en París y Radio Francia Internacional (2003).



FUENTE : http://www.circulolateral.com
Una Propuesta de Ana Muñoz.

Los caballos azules
RICARDO MENENDEZ SALMÓN

I
Tantos días llevo despertando llamándome Fabiani, que a menudo olvido quién soy en realidad.
Sin embargo, por debajo del nuevo nombre, que no sólo vive en labios de los demás y en la superficie de los espejos, sino en cierto documento que guardo en un escriño lacado, justo a la altura del corazón, algo subsiste todavía de la vieja calavera con que un lejano febrero de 1960 vine al mundo, y en ocasiones, casi por sorpresa, como si descubriera a un intruso dormitando entre las sedas de su alcoba, Fabiani se ruboriza al atarse los cordones de los zapatos con un gesto que no es suyo, sino que pertenece al otro, a Jofra, el primer y legítimo morador de esta prisión.
Anoche mismo, mientras me sacaba la camisa por la cabeza, comprendí que ese acto resultaba inapropiado para el Fabiani que ahora reina en mi carne, un hombre que desabotona sus camisas sosegadamente, como si estuviera componiendo música, pero que era plausible en el Jofra que quedó olvidado a ocho mil kilómetros de distancia, al otro lado del océano.
Incluso María Alicia me supo distinto, pues mirando los brazos que aleteaban por encima de la cabeza, como pájaros atrapados en una danza confusa, anunció con más sorpresa que reproche en la voz:
-Jamás te había visto con tanta prisa por tumbarme en la cama.
Así que cuidado. Nadie debe sospechar que, bajo la piel de Fabiani, aún respira un poco de Jofra. Ellos no me lo perdonarían.

II
Alguien, quizás un monje chiflado de la Edad Media, supuso que los nombres no son más que soplos de aire, flatus vocis, vanidad nacida de una laringe caprichosa.
Si hoy aquel hombre fuera Fabiani, sabría que se equivocaba. Porque el perdido nombre de Jofra estaba repleto de sentidos. Y el tendero, mi suegra y los apostadores del hipódromo respondían ante él con actitudes precisas, actitudes que nombres como Ramírez, Noriega o Salcedo hubieran convertido en inútiles farsas.
Los nombres, como amos brutales, llevan a la realidad atada de una correa, trastabillando o al galope, a veces enredándose en los pies del que camina, a veces sorteando charcos y basuras, a veces alegre y descuidada como un cachorro que juega con un moscardón.
Cuando Jofra se convirtió en Fabiani, su nombre quedó borrado de la memoria del mundo junto a multitud de cosas tangibles, como una ciudad frente al mar y una casa flotante en el borde de la playa, por no hablar de amores, credos y pasatiempos. Al morir, Jofra dejó una viuda inconsolable, quemó una pila de libros firmados por Marx y Gramsci, destruyó en un santiamén veinticinco años de fascinación por el ajedrez.
Pues debe ser dicho ya, sin ambages ni demoras, para que se entienda de una vez y para siempre, que Fabiani nació frisando los cuarenta y soltero, fascista por vocación, jugador de naipes franceses.

III
Lo más duro fue acostumbrarse a vivir sin el consuelo del mar.
Cómo no añorar el eterno vaivén de las olas contempladas desde la ventana, el vértigo de la brisa en la cara cuando el viento sopla hacia el interior, los belfos de la espuma en la noche, como islas de cornejo lamiendo una tierra opaca y negra.
Pero la añoranza es mala consejera, y en mi trabajo no valen nostalgias ni el candor de una patria natal. Así que incluso me arrancaron eso, los aromas de la sal y de las algas, para parirme completo, conciso, exacto como la maquinaria de un funesto reloj de cuco: Andrés Fabiani, metro ochenta de estatura, perito en joyas, jamás aprendió a nadar.

IV
Hace tiempo, María Alicia tuvo una hija con un africano que un día desapareció de su vida. La niña se llama Aurora, y aunque su nombre es una paradoja resulta hermoso, cada domingo por la mañana, cuando todavía los ojos no se han acostumbrado a la claridad, llamar a Aurora y ver entrar en la habitación su cabecita oscura, como un gran copo de nieve sucia.
Yo siento que Aurora está más cerca de Jofra que de Fabiani, pues a Fabiani no le gustan los mestizos y a Jofra el color de la piel le resultaba indiferente. No obstante, Fabiani tolera a la niña con paciencia, casi con placer de padre putativo. Así es que, para no comprometerme, he decidido que a partir de hoy buscaré un motivo para reñirla todos los días. Y si es posible incluso le propinaré de vez en cuando una bofetada ruidosa, con mi diestra obscena y rotunda, armada como un aspa de molino.

V
Lo primero que me entregaron fue un revólver con cachas de nácar, instrucciones acerca de un puñado de hombres, un lugar en los mapas donde pudrirme en silencio y sin prisa.
Después alquilaron una oficina en cuya trastienda tendí un catre de campaña e instalé una pequeña cocina, llenaron el frente de vitri,nas con sortijas, pendientes y dijes, me asignaron dos empleados industriosos como arañas y colgaron en la entrada un rótulo que reza
JOYAS FABIANI
COMPRA Y VENTA DE ORO
El día quince de cada mes envían dos cheques. Uno para mí; el otro para satisfacer el alquiler del negocio. Desconozco quién y cuándo paga a los empleados, pero nunca se quejan, y siguen devanando el hilo de su rutina en completa calma, con una terquedad que no deja de asombrarme.
Dijeron que me vigilarían, pero que nunca sabría cómo. Dijeron que querría escapar, volver a ser Jofra, pero que no hallaría rastro alguno de mi antigua vida. Tenían razón. Una tarde, por puro capricho, mientras me buscaba la cara en un pocillo de café rancio, llamé a mi número del otro continente y pregunté por mí mismo. Y aunque juraría que la voz que me respondió fue la de Laura, la viuda de Jofra, lo único que supo o pudo o quiso decirme, con un acento que de pronto reconocí ajeno e insondable, fue que nadie llamado así vivía en aquella casa.
No volví a intentarlo. Una vida acabada es imposible de rehacer. Sería como pretender desecar el mar a cucharadas.

VI
Por aquel entonces fue cuando me tropecé con María Alicia.
Una noche, al cerrar la joyería, la hallé con la nariz pegada al escaparate, contemplando con arrobo un camafeo con un busto de princesa en su centro.
Quizás ella sea un cebo, otro lazo más para que Fabiani siga siendo Fabiani hasta que un día, cuando muera definitivamente y sólo sea un puñado de polvo y furia aplacada, ellos decidan con qué nombre habré de reposar bajo una recoleta lápida de pórfido blanco.
Poco importa si así fuera. Cuando Jofra tuvo su primera muerte, también murió su capacidad para amar. Lo que hoy queda de aquel sentimiento apenas si es un vago rescoldo, una sombra sin cuerpo, un paréntesis entre palabras hermosas. De modo que todo lo que espero de María Alicia es calor durante el invierno, consuelo en la enfermedad y, por qué no decirlo, algún sucedáneo de la ternura si es que llegamos a compartir la vejez o el hambre.

VII
Es probable que para hacer comprensible esta historia, para poder moverse en el tiempo de la narración con un mínimo de certidumbres, para disponer de un norte y un sur, un arriba y un abajo, un ahora y un entonces, yo debiera contar cómo y por qué Jofra se convirtió en Fabiani, qué motivos pudo tener un hombre como aquél para transformarse en su antítesis, su antípoda, la máscara innoble de todo lo que un día fue, pero una de las consecuencias (y la más cruel esclavitud) del cambio de nombre consiste precisamente en la necesidad de olvidar.
Fabiani no recuerda los motivos por los que antes fue Jofra y pensaba y actuaba como tal. Es como si hubiera ingerido un mágico bebedizo que borrase casi por completo la memoria de lo que antaño hizo. Así que en estas páginas me limito a tomar nota de ese mudo asombro y contar con sencillez, al estilo Fabiani, sin inútiles digresiones, qué hago, dónde vivo, con qué sueño por las noches al acostarme, qué siento al saber que he sido, al menos, dos hombres distintos.

VIII
Mi contacto es un hombre llamado Solomón. Se trata de un hombre culto, amable, jovial cuando la situación lo requiere. Suele vestir ropas claras y le encantan los sombreros panamá. No lleva anillos ni se perfuma los cabellos. Tiene una boca carnosa y blanda, parece que siempre estuviera haciendo buches de agua.
A menudo Solomón acude a la tienda, y tras curiosear entre la mercancía y conversar con los empleados pasa directamente al almacén, donde se tumba en mi cama mientras preparo café y escucho sus órdenes.
Otras veces voy a ver a Solomón a una dirección de las afueras. Como Fabiani no sabe conducir (Jofra incluso pasó contrabando en camiones durante su juventud), acudo a esas citas en taxi, apeándome a tres o cuatro cuadras de mi destino, y paseo luego por calles sin asfaltar, llenas de trastos de chamarilero y canalones reventados, antes de enfrentarme al galpón húmedo y hueco, abandonada fábrica de tractores donde Solomón, sentado tras una mesa de roble, reina entre montañas de cartapacios y unos pocos ábacos de madera.
Los ábacos sirven para llevar la contabilidad de la empresa. Solomón me explicó un día su método: las bolas amarillas, que son mayoría, representan a los hombres que hay que matar; las bolas verdes, cuyo número no excede de treinta, a los hombres encargados de hacerlo; las bolas azules son los trabajos llevados a cabo con éxito.
Inocentemente, en una actitud más propia de Jofra que de Fabiani, le pregunté qué sucede con los encargos fallidos.
-Esa posibilidad ya fue contemplada -contestó con frialdad-. Si una bola verde hace mal su trabajo, se convierte de inmediato en una bola amarilla. Así que basta reclutar otra bola verde para que la plantilla se equilibre de nuevo.
Muy raras veces, Solomón viene a casa de María Alicia para compartir con nosotros una merienda frente al televisor. Siempre se muestra distante con Aurora, y aunque le trae barquillos, colgantes de azabache y muñecas vestidas de franela roja, en sus ojos late una mirada de rencor hacia la niña.
Siento entonces cómo Jofra revive por un segundo y desearía romperle la espalda al intruso, pero al instante Fabiani impone su propósito de recordarle a la pequeña Aurora qué significado tiene la palabra disciplina, y qué dura e ingrata tarea es la de llevar puestos los pantalones en un hogar.

IX
La inteligencia es hija de la costumbre.
Solomón me habla de bolas verdes que al principio carecían de cualquier talento para su trabajo y que ahora, con el discurrir de los años, se han convertido en irremplazables.
Acostumbro entonces a preguntarme si dentro de mí existe algún instinto para matar. La respuesta es casi siempre negativa. Lo curioso del caso es que las raras ocasiones en que encuentro en mi cuerpo un soplo de violencia y carácter para la muerte, es en los momentos en que Jofra parece asomar un poco la cabeza, como un pato de feria en las barracas de tiro, antes de volver a esconderse tras el estruendo del disparo.
Nunca se lo he confesado a Solomón, pero tengo la sospecha de que es Jofra y no Fabiani quien cumple las órdenes que me encomienda.
Ayer, por ejemplo, tuve que llevar a un hombre hasta el macelo para una ejecución. El hombre era un tramposo y le había citado allí con las artes de Fabiani, persuadiéndolo con engaños y vanas esperanzas, hablando con él en su misma lengua. Yo era consciente, mientras charlaba por teléfono y tramaba así su futura muerte, de que era Fabiani quien estaba cumpliendo a la perfección su trabajo. Pero una vez en el macelo, cuando el hombre comprendió y supo, cuando empezó a gimotear implorando piedad, cuando la cobardía le subió a los ojos como una fiebre terrible y fue incapaz de morir sin suplicar, noté que Fabiani vacilaba y exudaba un humor triste, que mi mano temblaba como cuando el alcohol le falta a un borracho. Entonces, por un instante, sentí que el pato asomaba su cabeza, que su pico y su plumaje resplandecían en el teatro del macelo, y todo volvió a ser tan fácil como respirar. Cada cabeceo del pato significó un disparo. Cuatro cabeceos, cuatro disparos.
Y luego vino la calma de llamarse Fabiani otra vez, las manos en los bolsillos, el macelo con su cadáver a mis espaldas, el regreso a la ciudad sin prisa ni miedo, entonando una cancioncilla militar, una marcha de sangre y conquista que a Jofra jamás se le hubiera ocurrido tararear, ni siquiera mientras defecaba en el excusado de un bar de carretera.

X
Fabiani tuvo una infancia que no consigo recordar. En algún lugar, hacia el sur de este país, viven sus padres en una explotación ganadera. Tiene dos hermanas a las que nunca he visto, pero que periódicamente envían postales en las que hablan de los progresos en la escuela de mis sobrinos.
Al poco de ser Fabiani, una madrugada en que el sueño no llegaba, encontré en un apolillado traje de fiesta una fotografía amarillenta, con marcas de ceniza, que los jefes de Solomón pasaron por alto. Era una vista de las montañas de Asturias, allá en España, en la que una pareja joven, abrazada ante un farallón calizo, sonreía al mágico dispositivo de la lente.
Atrapados en un clic eterno, ahí quedaron ambos para siempre, imborrables, intolerables, insólitos: la muchacha un poco regordeta, vistiendo un traje ajustado y con un jersey sobre los hombros; el muchacho delgado y coqueto, con patillas en forma de hacha y el puño derecho cerrado a la altura de la sien.
Aquel muchacho, anclado en las tinieblas del pasado, se parecía increíblemente a Fabiani. Bastaría con robarle veinte años al tiempo y, acaso, susurrarle al oído el nombre de Jofra, para que de su clepsidra inagotable manara un venero de esperanza.

XI
Nada de cuanto hay en el mundo existe por sí solo. El secreto de la vida radica en la necesidad de los contrarios. La dialéctica es la gran madre nutricia. Definir el calor como ausencia de frío o la enfermedad como falta de salud; sumar al sueño la vigilia para completar el tiempo de un hombre; narrar a las gentes que pasaron para comprender a las gentes que nos rodean.
Y es que esta mañana, cuando Solomón telefoneó para encargarme un trabajo en Lisboa, comprendí lo caprichoso de mi destino, asumí la mitad especular de mi existencia, me admiré del mágico gozne sobre el que hoy se articula mi ser. Porque Jofra, por razones que hoy habrá olvidado (los encantos de su gastronomía, la vida de un gran poeta, la peculiaridad de ese país que vive arrinconado contra el mar), siempre quiso conocer Portugal, pero sólo ahora, cuando soy Fabiani y no me gustan los portugueses, ni su acento nasal, ni su triste historia de corsarios venidos a menos, podrá aquella alma marchita saldar una cuenta largo tiempo pendiente.
Éste es mi exilio y mi reino, acaso mi cruz: yo soy la carne de dos, el anhelo de dos, el ojalá y el asco de dos; yo viviré el doble aunque sólo pueda gozar la mitad, pues aunque me han dado dos corazones para la aflicción y dos cerebros para el ensueño, tengo el sentimiento amputado.

XII
Volando en primera clase, los párpados pesados como aceite, miro los tobillos de las azafatas y busco requebrarlas con la mirada. Y aunque fracaso, aunque ni siquiera recibo como consolación la estudiada sonrisa de las academias de vuelo, experimento un intenso placer al pensar en este raro prodigio, aquí, a nueve mil pies de altura, mientras Montevideo se va pareciendo a un saurio que se retuerce en su osamenta de hierro, mientras los trigales de Sudamérica perfilan de amarillo el mediodía estival, mientras el ardor de una copa de tinto me deja un sabor áspero y acre en la garganta, como si hubiera lamido un guijarro.
Aquietado tras su mesa de roble, la voz engolada y dulce, Solomón gusta de repetir un viejo dicho de la Cábala: "Conviene no jugar al espectro, pues se corre el riesgo de llegar a serlo".
Yo contemplo a mis compañeros de viaje y me asombro de su ceguera. Porque fui otro hombre, tengo hoy el raro privilegio de saberlos espectrales, cáscaras vacías, vanos fantasmas encarnados en humo, miseria, aplazada extinción. Eso son para mí, cárceles sobre zapatos, esclavos en una lóbrega caverna, como esos niños que vuelan por vez primera y disputan por mirar a través de la ventanilla; como esa pareja que se toma de las manos y se jura fidelidad eterna; como ese matrimonio que lee revistas atrasadas y elude mirarse a los ojos. Todas vidas únicas e irrepetibles pero condenadas al tedio, sacos de migraña y dispepsia, comedores de frutas de temporada y pescados en salazón.
¡Ah, los mortales!

XIII
Lisboa se parece a la ciudad que yo imaginaba. Un raro temblor recorre sus calles: la esperanza, a menudo satisfecha, del reencuentro con el mar.
Me hospedo en una recoleta pensión desde la que diviso, imponente y seductor, el castillo de San Jorge, con los adarves de sus murallas repletas de hormigas pululantes: españoles, italianos, franceses que vienen a orillas del Tajo a cumplir un rito de paso.
Cuando la he llamado para preguntar por Aurora y pedirle que cuide del negocio, María Alicia ha llorado sin reproches ni acritud, con la indolencia de quien sabe que el olvido es una estrategia del vivir. Y aunque Solomón me cubre las espaldas con la confusa coartada de una reunión de joyeros en la otra orilla del Atlántico, adivino su sospecha de que algo raro sucede en mi vida.
Después de todo puede que María Alicia sea una mujer real, de carne y hueso, que el azar ha puesto en mi camino para beneficio de mi cuerpo y consuelo de mi corazón, aunque al irme a la cama esta noche, mientras las gabarras pitan en el río y una cantante devana el hilo insomne del fado bajo mi ventana, me asalta la imagen de Solomón tumbado en el camastro de la tienda, acariciando con repugnancia el pelo de Aurora mientras con su mano libre, hurtada a los ojos de la niña, pasea sus dedos bajo las bragas de María Alicia.

XIV
Tengo la certeza de que este sueño no me pertenece, de que es propiedad de Jofra. Tengo la certeza de que la imagen de los cuatro caballos azules es patrimonio suyo, una porción de su memoria cautiva.
El sueño es siempre idéntico y comencé a tenerlo el pasado invierno, cuando las lluvias anegaron Montevideo durante semanas.
Sueño con dos machos enormes, de brillante pelaje, que rumian una hierba asperjada de rocío. A su lado, una pareja de pequeños potros contempla a los grandes caballos con una expresión que, si no fuera por la paradoja que encierra dicho calificativo, me atrevería a llamar humana. En un determinado momento ambos machos levantan la cabeza, y con sus belfos todavía húmedos de hierba me miran de frente a los ojos, mientras los contemplo desde la butaca del sueño. Entonces se dan la vuelta y comienzan a trotar seguidos por sus crías, alejándose de mí.
Sé que al final de ese trote espera un precipicio, un abismo al que se van a arrojar relinchando angustiados. Es entonces cuando despierto. Y aunque los caballos se han ido, su relincho y su agrio olor a bestias siguen ahí, emboscados en las paredes del cuarto como una advertencia ominosa.

XV
Esta tarde, en el restaurante Martins de Arcada, bajo las marquesinas devoradas por la humedad, he vuelto a fumar. De pronto, mientras el camarero me servía un chablis, me he descubierto pidiéndole un cigarrillo que él mismo ha encendido con mano firme.
Luego he arrastrado mi angustia en dirección al Cais do Sodré, con el estómago revuelto y la cabeza confusa, como si el humo inhalado hubiera ascendido hasta mis ojos.
He contemplado a las putas en sus sillas de tijera con el ánimo encogido, asustado ante mi propia fatalidad. Las he visto devorar empanadas de carne con un placer de cosa antigua, como si fueran animales en una covacha infecta, mientras bajo sus faldas de polisón se oculta una emoción indomeñable.
¿Qué verdugo alienta en mi ser que me arroja a costas y costumbres que un día conocí y amé bajo otro nombre? Hay algo espantoso en el hecho de un hombre que fuma sin noticia alguna de su deseo, poseído por una voluntad ajena. Y por eso, porque no tengo memoria de Andrés Fabiani fumando un sahumerio oloroso, venido de países lejanos, he llorado con más pavor que desconsuelo al penetrar en una tabaquería de la plaza Folgueira para pedir, con acento de connoisseur y voz grave, un paquete de tabaco de Sumatra.

XVI
Decir que hoy he visto al hombre sería una exageración. Es cierto que he seguido su rastro (un abrigo de espigas inadecuado para el tiempo actual, el resonar de unas botas negras, una gorra de lana inglesa sin visera) durante casi una hora, pero en ningún momento he llegado a verle la cara.
Anoche Solomón telefoneó para darme su dirección y prevenirme. Pero ha conseguido escabullirse, moviéndose con agilidad felina por las calles empinadas del Chiado, hurtándose a mi mirada cada vez que un tranvía se lo permitía, esquivándome con pericia de acróbata todas las veces que he confiado en la ayuda de un escaparate para descubrir un visaje de su rostro. En el último instante, entre el gentío del transbordador y el color azufroso que desprende el río, he alcanzado a ver su silueta imprecisa bajo el crepúsculo, como una sanguina difusa: una figura acodada en el barco al Cristo de Almada que, quitándose la gorra, me ha saludado desde la lejanía, como burlándose de mi incapacidad.
Y por un momento he sentido que era mi propia mano la que se agitaba allá a lo lejos, como si estuviera viendo una película hecha por un orfebre demoníaco, nacido para avergonzarme.

XVII
En el transbordador a Almada se confunden los turistas de paso con los lisboetas que viven en la otra margen del río. El portugués tiene un carácter acariciador y domesticado pero lleno de orgullo, pareciera nacido no tanto para la servidumbre como para la devoción y el afecto. Uno siente confianza ante su voz pausada y melosa; apetece confiarse a esos hombres morenos y pulcros, negligentes como caballeros andantes; apetece confesarles filias y fobias, nuestros cotidianos escarnios, las luchas que nos devoran.
Llegado a Almada, me mezclo en su trajín cotidiano. En una esquina del bazar un chiquillo negro, de piel lustrosa aunque llena de cicatrices rosadas, me toma de la manga de la chaqueta con fuerza. Al principio no comprendo su insistencia, pero al rato advierto que desea que le siga. A nuestro alrededor se han ido congregando un puñado de mirones ociosos. El chiquillo me arrastra a través de las tiendas donde cabe todo el asombro humano: el abigarrado perfil de los alimentos y los vestidos; la oscura fascinación por lugares remotos cifrados en mapas, astrolabios o cimitarras; la insidiosa presencia de objetos robados en comercios y domicilios, por manos sabias y perdurables.
Sin soltarme de la manga, el niño me conduce hasta una casona de finales del XIX, un desolado palacete, reconvertido en hospedaje, de cuyos muros hace muchos años sin enjalbegar penden pajareras azules y afiches de futbolistas de la selección nacional. Entramos en un portal umbrío y fresco donde un viejo, que fuma sentado en una silla sin respaldo, pega un brinco al verme y suelta una blasfemia irreproducible. Crispo la mano dentro del bolsillo y aprieto la pistola. Es un acto reflejo, pero me hace sentir seguro.
Después, por espacio de diez largos y confusos minutos, el hombre, de quien sólo alcanzo a comprender que se llama João y es el propietario del establecimiento, me habla en un tono obsceno, tan alejado de la habitual amabilidad de sus compatriotas que, por un momento, imagino estar en otro país. Sólo al final de su discurso, cuando se escabulle camino de la cocina y vuelve con unos papeles que mueve ante mi cara, comprendo lo que sucede.
Es difícil hallar palabras que expresen la suma insólita de sensaciones que su revelación me produce. Quizás estupor sea el término que mejor convenga ante semejante descubrimiento. Porque lo cierto es que lo que don João mueve ante mis ojos corresponde, respectivamente, a una factura de cuatro días sin satisfacer, que comprende alojamiento más desayunos, junto a una fotocopia de un documento de identidad que me deja clavado en un punto sin retorno, como una ballena varada en una playa de frambuesa. Y es que entre los gordos dedos del casero, recorridos por el amarillento beso de la nicotina, advierto el nombre de Juan Carlos Jofra y la fotografía de mi propia cara.

XVIII
Es común pensar que un hombre sin identidad no es nada. Pocas veces sin embargo se ha reflexionado sobre lo que sobrevive de humano en alguien que posee más de una identidad, o una identidad impostada. En este caso, no creo que el defecto sea menos terrible que el exceso.
De regreso a Lisboa, el Tajo me parece un espejo deformante, uno de esos artilugios nacidos para el espanto humano. Mucho se ha escrito sobre la monstruosidad de los espejos de azogue, pero todos ellos se quedan cortos ante un espejo carnal, óseo, incorruptible a los azares de una pedrada lanzada por un niño. Quien me mira desde las aguas que corren hacia el Atlántico, a despecho de su turbio fondo legamoso y opaco, es Juan Carlos Jofra, llegado desde el otro lado del tiempo para apoderarse de mis reservas de cordura. Qué poco pueden todas las pistolas del mundo ante semejante heraldo, es algo que no me es dado expresar.

XIX
Esta tarde he comprendido que, en un mundo de pesadilla, la gracia no se concede. Se conquista.
Por eso corro hacia el transbordador de Almada, para reapropiarme de la estancia donde alguien llamado Juan Carlos Jofra pasó cuatro días. Al verme de regreso don João me recibe enfurruñado, pero veinte mil escudos de anticipo y una caja de vino de Madeira comprada en un colmado transforman su cólera en una genuflexión. Su boca airada y mendicante se extiende ahora, plácida y carnosa, en una sonrisa de beneplácito, la máscara de los siervos.
Entro en la habitación que fue del supuesto Jofra con una mezcla de escrúpulo y devoción: escrúpulo porque el sicario que llevo dentro me ha impuesto esta disciplina del músculo y la inteligencia hace tiempo; devoción porque siento que es en un lugar conocido, una suerte de patria natal, donde ahora ingreso.
Lo primero que hago es tumbarme en la cama y dormir cuatro horas con las ventanas abiertas, llenándome del olor a Jofra que todavía rezuman las paredes de la habitación. Lástima que las sábanas estén frescas y planchadas. Me hubiera gustado hallar, siquiera fuera remotamente, un rastro de su piel en los algodones.
Al despertar he rebuscado en cada centímetro de la estancia, he mirado debajo de la cama, en el fondo de los armarios, he revisado cada rincón donde alguien hubiera podido guardar un secreto. Un minúsculo poso de ceniza ha quedado olvidado en una esquina, junto a la ventana. Imagino a un hombre sin rostro, o con mi propio rostro, o con todos los rostros acaso, vuelto del pasado, venido de la nada, acodado en la ventana de Almada mientras piensa en otro hombre, su sombra o su perseguidor o aquel a quien persigue. Puedo sentir cómo fuma, ahí, en pie, conciso, completo, hurtado a la prisa, cautivo en la casa de don João como un actor que espera su turno entre bambalinas para recitar su parlamento, dejándose invadir por el sabor del tabaco, jugando a ser alguien, un resucitado quizás, un ladrón del tiempo seguramente, un sosias o doble o absurdo doppelgänger llegado del más lejano país, el de los muertos, para musitar en mi oído antiguas palabras.
Me pregunto que tendrá Solomón que decir de todo esto, qué respuesta exacta hallará en su macabro ábaco. Pero no le llamaré. No quiero otra mentira ni más añagazas en esta historia. Ya no me importan sus razones de contable. Sobre todo ahora que fumando en la ventana mi odiado tabaco de Sumatra, ése que me pone una arcada en la boca y una sensación de ahogo en el pecho, cuando ya no sé si soy Fabiani o Jofra o la suma insólita de ambos, he comprendido que hace un rato, mientras dormía en esa cama extraña, he vuelto a soñar con los cuatro caballos azules despeñándose hacia la muerte, y he visto en esa imagen, sucinta y sobrecogedora, la exacta urdimbre de mi destino.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Graham Greene, Un accidente absurdo







Novelista inglés cuya obra refleja los conflictos espirituales de un mundo en decadencia. Hijo de un director de colegio, Greene nació el 2 de octubre de 1904, en Berkhamsted, (Hertfordshire), y estudió en la universidad de Oxford. Entre 1926 y 1929 trabajó para The Times, y a partir de entonces lo hizo como escritor independiente.





Las obras de Greene se caracterizan por la intensidad de sus detalles y los lugares exóticos donde transcurren (México, África, Haití, Vietnam), así como el retrato preciso y objetivo de los personajes inmersos en todo tipo de situaciones de tensión social, política o psicológica. El mal es omnipresente, y aunque en sus últimas novelas surge una dimensión de duda y conflicto moral que se añade al terror y al suspense, Monseñor Quijote (1982) novela que enfrenta marxismo y catolicismo, posee un tono más moderado. A partir de 1966 Greene se instaló en la Riviera francesa y se dedicó a viajar. Murió, el 3 de abril de 1991, en Vevey, Suiza.








Un accidente absurdo



I




Un jueves por la mañana, en la pausa entre la segunda y la tercera clase, Jerome fue citado a la oficina del encargado de cursos. Jerome no tenía miedo de verse en aprietos: era celador, nombre que el dueño y director de una escuela preparatoria bastante cara había elegido para los mejores alumnos de los cursos inferiores. Los celadores ascendían a guardianes y llegaban a ser cruzados antes de salir, como era de esperar para Marlborough o Rugby. El señor Wordsworth, encargado de cursos, estaba sentado ante su escritorio con aire perplejo.



–Siéntate, Jerome –dijo el señor Wordsworth–. ¿Cómo andan las cosas en trigonometría?



–Muy bien, señor.



–He recibido un llamado telefónico, Jerome. De tu tía. Me temo que hay malas noticias para ti.



–¿Sí, señor?



–Tu padre ha tenido un accidente.



–Oh…



El señor Wordsworth lo miró con cierta sorpresa:



–Un accidente serio.



–¿Sí, señor?




erome veneraba a su padre: el verbo era exacto. Así como el hombre recrea a Dios, Jerome recreaba a su padre: convertía a un andariego escritor viudo en un misterioso aventurero que viajaba a lugares remotos: Niza, Beirut, Mallorca, hasta las Canarias. A los ocho años, Jerome creía que su padre era un pistolero o un miembro del Servicio de Espionaje Británico. Ahora imaginó que su padre había caído “bajo una lluvia de balas de ametralladora”.


El señor Wordsworth jugaba con la regla sobre el escritorio. No sabía cómo continuar.


–¿Sabes que tu padre estaba en Nápoles?


–Sí, señor.


– Tu tía recibió un cable del hospital.


–Ah…


–Fue un accidente en la calle –dijo el señor Wordsworth, ya desesperado.


–¿Sí, señor?


A Jerome le pareció muy natural que lo llamaran “un accidente en la calle”. Desde luego, la policía habría disparado primero: su padre no atentaba contra la vida humana sino como último recurso.


–Me temo que tu padre resultó gravemente herido.


–Oh.


–Lo cierto es que murió ayer, Jerome. Sin sufrir.


–¿Le dispararon al corazón?


–¿Cómo? ¿Qué has dicho, Jerome?


–¿Le dispararon al corazón?


–Nadie le disparó, Jerome. Se le cayó un cerdo encima.


Los nervios de la cara del señor Wordsworth se crisparon inexplicablemente: por un instante pareció apunto de echarse a reír. Cerró los ojos, compuso su expresión y dijo rápidamente, como si hubiera sido preciso contar los hechos lo antes posible:


–Tu padre caminaba por una calle de Nápoles cuando un cerdo se le cayó encima. Un accidente absurdo. Parece que en los barrios pobres de Nápoles la gente cría cerdos en los balcones. Éste cayó del quinto piso. Había engordado demasiado. El balcón cedió. El cerdo cayó sobre tu padre.


El señor Wordsworth se apartó del escritorio y se acercó a la ventana, volviendo la espalda a Jerome. La emoción lo estremeció ligeramente.


–¿Qué pasó con el cerdo? –preguntó Jerome.


II


No era insensibilidad por parte de Jerome, como interpretó el señor Wordsworth a sus colegas (hasta discutió con ellos la posibilidad de que Jerome no tuviera aún las condiciones para ser celador). Jerome sólo procuraba visualizar la extraña escena y obtener detalles concretos. Tampoco era Jerome un niño capaz de llorar; era un niño que cavilaba y nunca se le ocurrió en esa escuela preparatoria que las circunstancias de la muerte de su padre fueran cómicas; eran parte del misterio de la vida. Sólo después, durante el primer curso de la escuela pública, cuando contó los hechos a su mejor amigo, empezó a darse cuenta de cómo reaccionaban los demás. Naturalmente, después de esa confidencia lo llamaron, con bastante injusticia, Cerdo.


Por desgracia su tía no tenía sentido del humor. Sobre el piano había una fotografía ampliada de su padre: un hombre corpulento y triste, con un inapropiado traje oscuro, posaba en Capri con un paraguas (para protegerse del sol). Las rocas del Faraglione se veían al fondo. A los dieciséis años Jerome tenía clara conciencia de que el retrato se parecía más al autor de Sol y sombra y Paseo por las Baleares que a un agente del Servicio de Espionaje. Pero amaba el recuerdo de su padre: aún poseía un álbum lleno de tarjetas postales (mucho tiempo antes les había despegado las estampillas para su otra colección) y le apenaba que su tía se embarcara con extraños en el relato de la muerte de su padre.


“Un accidente absurdo”, empezaba ella, y el extraño o extraña adquiría la expresión que corresponde a un oyente interesado o compungido. Ambas reacciones, desde luego, eran falsas, pero era terrible para Jerome comprobar que súbitamente, en mitad del vago palabreo de su tía, el interés del oyente se hacía genuino. “No me imagino cómo pueden permitirse cosas semejantes en un país civilizado –decía su tía–. Supongo que debemos considerar que Italia es civilizada… Desde luego, en el extranjero tiene uno que estar preparado para cualquier cosa. Mi hermano viajaba mucho. Siempre llevaba un filtro de agua consigo. Era mucho menos caro que comprar todas esas botellas de agua mineral. Mi hermano decía siempre que gracias a lo que el filtro le permitía ahorrar pagaba el vino de la cena. Ya se darán cuenta ustedes de que era un hombre muy cuidadoso. Pero ¿a quién podía ocurrírsele que, caminando por la Via Dottore Manuele Panucci rumbo al Museo Hidrográfico, se le caería un cerdo encima?” Ese era el momento en que el interés del oyente se hacía genuino.


El padre de Jerome no había sido un escritor muy importante, pero siempre parece llegar un momento, después de la muerte de un escritor, en que alguien cree que vale la pena escribir al suplemento literario del Times para anunciar la preparación de una biografía y solicitar cartas, documentos o anécdotas de amigos del muerto. Por lo general esas biografías nunca aparecen: quizá no sean más que una oscura forma de chantaje y muchos de esos biógrafos en potencia encuentren de ese modo el medio de terminar sus estudios en Kansas o Nottingham: Jerome era contador público y vivía lejos del mundo literario. No comprendía que pocas amenazas había de que apareciera un biógrafo e ignoraba que había pasado el período de peligro. A veces ensayaba formas de relatar la muerte de su padre reduciendo al mínimo los elementos cómicos (era inútil negarse a informar, porque en ese caso el biógrafo acudiría sin duda a su tía, que tenía muchos años pero no daba muestras de perder sus energías).


Jerome pensaba que sólo había dos soluciones: la primera consistía en aproximarse lentamente al accidente de modo que, cuando llegara el momento de describirlo, el oyente ya estuviera tan bien preparado que la muerte resultara casi un anticlímax. El peligro principal de provocar la risa era siempre la sorpresa.


Cuando ensayaba este método, Jerome empezaba de manera bastante aburrida:


“¿Conoce usted esas altas casas de vecindad, en Nápoles? Alguien me dijo una vez que los napolitanos se sienten en su elemento en New York, así como la gente de Turín se siente en su elemento en Londres porque el río es muy semejante en ambas ciudades. Bueno… ¿dónde estaba yo? Ah, sí. En Nápoles, desde luego. Le sorprenderían las cosas que los habitantes de los barrios pobres tienen en los balcones de esas casas de vecindad en forma de rascacielos. No crea usted que cuelgan ropa. Crían animales: gallinas y hasta cerdos. Desde luego, los cerdos no pueden hacer ejercicio y engordan rápidamente”.


Jerome imaginaba que, llegado este punto, el oyente abriría los ojos de asombro.


“No sé cuánto puede crecer un cerdo, pero esas casas viejas están a punto de derrumbarse… Un balcón de un quinto piso cedió bajo el peso de uno de esos cerdos. Al caer, dio contra el balcón del cuarto piso y rebotó hacia la calle. Mi padre se dirigía al Museo Hidrográfico cuando el cerdo le cayó encima. Como caía desde tan alto, le rompió la nuca”.


En verdad, era un intento magistral de convertir un tema intrínsecamente interesante en un relato tedioso.


El otro método que Jerome ensayaba tenía el mérito de la brevedad.


–Mi padre murió a causa de un cerdo.


–¿De veras? ¿En la India?


–No. En Italia.


–Qué interesante. No sabía que cazaban jabalíes en Italia. ¿Su padre era un buen jugador de polo?


Con el tiempo, ni demasiado pronto ni demasiado tarde –como si, en su carácter de contador público, Jerome hubiera estudiado las estadísticas para conducirse según el término medio– Jerome se comprometió: su novia era una muchacha agradable, de cara fresca, hija de un médico de Pinner. Se llamaba Sally y su autor preferido era Hugh Walpole. Adoraba a los niños desde que, a los cinco años, le habían regalado una muñeca que cerraba los ojos y hacía pis. La relación entre ambos era más placentera que vehemente, como correspondía al noviazgo de un contador público: Jerome no habría consentido en ella si hubiese perturbado su trato con las cifras.


Sólo había un pensamiento que preocupaba a Jerome. Ahora que, en el curso de un año, podía ser padre, su amor por el muerto aumentaba: comprendía el afecto que revelaban las tarjetas postales. Sentía la ansiedad de proteger la memoria de su padre y temía que su apacible amor no sobreviviera si Sally era capaz de reírse de la muerte de su padre. Porque era inevitable que lo supiera cuando Jerome la llevara a comer a casa de su tía. En varias oportunidades trató de contárselo él mismo, puesto que ella estaba ansiosa por saber todo cuanto se relacionaba con Jerome.


–¿Eras pequeño cuando murió tu padre?


–Tenía sólo nueve años.


–Pobrecito –dijo ella.


–Estaba en la escuela. El encargado de cursos me zampó la noticia.


–¿Cómo lo tomaste?


–No puedo acordarme.


–Nunca me contaste cómo murió.


–Fue de repente. Un accidente en la calle.


–Tú nunca manejarás ligero, ¿verdad, Jemmy?


Había empezado a llamarlo “Jemmy”. Ya era demasiado tarde para ensayar el segundo método, el de la caza de jabalíes.


Pensaban casarse tranquilamente en una oficina del Registro Civil y pasar la luna de miel en Torquay. Jerome evitó llevarla a casa de su tía hasta una semana antes de las bodas. Pero la noche llegó al fin y él no habría podido decir si sus temores tenían por objeto el recuerdo de su padre o la seguridad de su amor.


El momento se presento enseguida.


–¿Este es el padre de Jemmy? –preguntó Sally, tomando la fotografía del hombre con el paraguas.


–Sí, querida. ¿Cómo adivinaste?


–Tiene los mismos ojos y la misma frente que Jemmy, ¿no es cierto?


–¿Jerome te ha dado sus libros?


–No.


–Te los regalaré para tu casamiento. Escribía con tanta ternura acerca de sus viajes. Mi favorito es Rincones y escondrijos. Había hecho una gran fortuna. Por eso fue tanto más lamentable ese absurdo accidente. . .


–¿Sí?


Jerome sintió ganas de salir del cuarto para no ver al amado rostro crisparse de risa incontenible.


–Recibí tantas cartas de sus lectores después de que el cerdo le cayó encima. . .


Su tía nunca había sido tan abrupta. Entonces ocurrió el milagro. Sally permaneció sentada con los ojos desorbitados de horror mientras su tía le contaba el relato y al fin dijo:


–¡Qué horrible! Es como para ponerse a pensar. Una cosa semejante. En un país de cielo tan claro…


El corazón de Jerome palpitó de dicha. Era como si Sally hubiera disipado para siempre sus temores. En el taxi, cuando la llevaba a su casa, la besó con más pasión que nunca y ella le correspondió. Había niños en sus pálidos ojos celestes, niños que movían los ojos y hacían pis.


–Falta una semana. –dijo Jerome, mientras Sally le apretaba la mano–. ¿En qué piensas, querida?


–Me preguntaba qué habrá pasado con el pobre cerdo… –dijo Sally.


-Supongo que se lo habrán comido –dijo Jerome, dichoso, y volvió a besar a su amada criatura.







martes, 4 de octubre de 2011

La reticencia de lady Anne


Escritor inglés, Hector Hugh Munro, más conocido por el seudónimo de Saki, fue uno de los cuentistas más famosos de la época victoriana gracias a su mordaz ironía y su peculiar estilo lleno de giros oscuros. Su obra está considerada al mismo nivel que O.Henry o Dorothy Parker en lo concerniente al relato, aunque también publicó una obra de teatro, The Watched Pot, así como varios ensayos literarios e históricos. En su obra podemos encontrar grandes influencias de Oscar Wilde, mientras que Saki ha influido muchísimo en narradores posteriores como Sharpe o Dahl. De entre sus relatos habría que destacar las Crónicas de Clovis y La reticencia de Lady Anne.
Munro murió durante la Primera Guerra Mundial durante una de las muchas batallas entre trincheras inglesas y alemanas.

Fuente: Lecturalia.com



La reticencia de lady Anne

Egbert entró en la amplia sala oscura con el aire de quien no sabe si entra a un palomar o a un polvorín y viene preparado para ambas contingencias. No habían rematado la pequeña disputa doméstica sostenida durante el almuerzo, y ahora la cuestión era tantear hasta qué punto lady Anne estaba de humor para renovar o abandonar las hostilidades. Su postura en el sillón junto a la mesa de té era más bien elaborada y tiesa; y en la penumbra de la tarde decembrina los anteojos de Egbert no ayudaban gran cosa a discernir la expresión de su cara.

Para romper el hielo superficial que pudiera existir, Egbert dijo algo sobre lo tenue y místico de la poca luz. Alguno de los dos solía hacer esta observación entre las 4:30 y las 6 en las tardes de invierno y finales de otoño; hacía parte de su vida conyugal. Carecía de respuesta fija, y lady Anne no adelantó ninguna.

Don Tarquinio se encontraba tendido sobre la alfombra persa, calentándose a la lumbre del hogar con majestuosa indiferencia por el posible mal humor de lady Anne. Su pedigrí era tan intachablemente persa como la alfombra, y su pelaje entraba ya en el esplendor de un segundo invierno. El criado, que tenía inclinaciones renacentistas, lo había bautizado don Tarquinio. De ser por ellos, Egbert y lady Anne de seguro le habrían puesto Pelusa; pero no eran personas obstinadas.

Egbert se sirvió el té. Como nada indicaba que el silencio fuera a ser roto por iniciativa de lady Anne, se dispuso a realizar otro esfuerzo heroico.

-Lo que dije al almuerzo tenía intenciones puramente académicas -anunció- ; pero parece que le das un sentido innecesariamente personal.

Lady Anne continuó atrincherada en el silencio. El pinzón real llenó aquel vacío con una perezosa melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert la reconoció al punto, puesto que era la única tonada que el pinzón sabía silbar, y les había llegado con fama de silbarla. Tanto Egbert como lady Anne habrían preferido algo salido de Terrateniente de la Guardia, la ópera favorita de ambos. En cuestiones artísticas tenían gustos similares. Se inclinaban por lo honesto y explícito en el arte: una lámina, por ejemplo, que pusiera una historia delante de los ojos, con la ayuda generosa del título. Un corcel de guerra sin jinete y con los arreos en patente desorden, que entra trastabillando a un patio lleno de pálidas mujeres al borde del desmayo, y con la anotación marginal de "Malas Nuevas", les sugería la clara lectura de algún desastre militar. No les costaba ver lo que quería comunicar y podían explicarlo a otros amigos de inteligencias más obtusas.

Persistía el silencio. Por regla general, los disgustos de lady Anne se volvían verbales y pronunciadamente desbocados tras cinco minutos de mutismo introductorio. Egbert tomó la jarra de leche y vertió parte de su contenido en el platillo de don Tarquinio. Como el platillo estaba lleno hasta el borde, el resultado fue un feo derrame. Don Tarquinio lo miró con sorprendido interés, que se desvaneció en una esmerada indiferencia cuando Egbert lo llamó a que lamiera algo del líquido rebosado. Don Tarquinio estaba dispuesto a desempeñar muchos papeles en la vida, pero el de aspiradora de alfombras no era uno de ellos.

-¿No crees que nos estamos comportando como un par de tontos? -dijo él de buen humor.

Si lady Anne pensaba igual, no lo expresó.

-Supongo que yo en parte he tenido la culpa -prosiguió Egbert, mientras se le iba evaporando el buen humor -. Mira, después de todo soy humano. Pareces olvidar que soy un ser humano.

Insistía en ello como si corrieran rumores infundados de que tuviese contextura de sátiro, con prolongaciones cabrunas donde la parte humana terminaba.

El pinzón volvió a entonar la melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert se iba sintiendo deprimido. Lady Anne no bebía su té. Tal vez se sentía indispuesta. Pero cuando lady Anne se sentía indispuesta no solía ser reservada al respecto. "Nadie sabe lo que me hace sufrir la mala digestión" era una de sus afirmaciones favoritas. Ahora bien, esta ignorancia sólo podía deberse a oídos defectuosos: la información disponible sobre el tema habría suministrado material suficiente para una monografía.

Era evidente que lady Anne no se sentía indispuesta.

Egbert empezaba a creer que recibía un trato irracional; y, naturalmente, comenzó a hacer concesiones.

-Tal vez -observó, centrándose en la alfombra hasta donde se dignó permitirle don Tarquinio- toda la culpa ha sido mía. Estoy dispuesto a emprender una vida mejor, si con eso las cosas recuperan las buenas perspectivas.

Se preguntó vagamente cómo podría lograrlo. Ya entrado en años, las tentaciones le llegaban de modo vacilante y sin mucha insistencia, como un recadero de la carnicería que pide un aguinaldo en febrero con la débil excusa de que olvidaron dárselo en diciembre. No tenía más planes de sucumbir a ellas que de comprar las boas de piel y los cubiertos de pescado que algunas damas se ven forzadas a ofrecer con pérdida, mediante el expediente de las columnas de avisos, durante el año entero. Con todo, había algo impresionante en aquella espontánea renuncia a posibles monstruosidades soterradas.

Lady Anne no dio señas de estar impresionada.

Egbert la miró con inquietud a través de los espejuelos. Llevar la peor parte en una discusión con ella no era nada nuevo. Llevar la peor parte en un monólogo era una humillante novedad.

-Voy a cambiarme para la cena -anunció, con voz a la que pretendió dar una sombra de dureza.

En la puerta, un ataque postrero de debilidad lo impulsó a hacer un nuevo intento.

-¿No estamos siendo muy absurdos?

"¡Qué idiota!" fue el comentario mental de don Tarquinio cuando la puerta se cerró tras la retirada de Egbert; y luego alzó en el aire las aterciopeladas zarpas delanteras y saltó ágilmente a una estantería que estaba justo bajo la jaula del pinzón. Por vez primera parecía notar la existencia del pájaro, pero en realidad llevaba a efecto un viejo plan de ataque, madurado hasta la precisión. El ave, que se había creído una especie de déspota, se comprimió de súbito a un tercio de su porte normal, y echó a batir las alas desesperadamente y a emitir chirridos estridentes. Aunque había costado veintisiete chelines sin la jaula, lady Anne no dio señal de intervenir.

Hacía dos horas que estaba muerta.

FIN