martes, 20 de diciembre de 2011

Los Caballos Azules de Ricardo Menendez Salmón


Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) es escritor y licenciado en Filosofía. Ha publicado el libro de relatos Los desposeídos, las novelas La filosofía en invierno (KRK Ediciones), Panóptico (KRK Ediciones) y Los arrebatados (Ediciones Trea) y el ensayo sobre política y estética Crematorio bajo la clepsidra: la poética de Adolf Hitler. Este cuento ha resultado ganador del Premio Internacional Juan Rulfo del Instituto de México en París y Radio Francia Internacional (2003).



FUENTE : http://www.circulolateral.com
Una Propuesta de Ana Muñoz.

Los caballos azules
RICARDO MENENDEZ SALMÓN

I
Tantos días llevo despertando llamándome Fabiani, que a menudo olvido quién soy en realidad.
Sin embargo, por debajo del nuevo nombre, que no sólo vive en labios de los demás y en la superficie de los espejos, sino en cierto documento que guardo en un escriño lacado, justo a la altura del corazón, algo subsiste todavía de la vieja calavera con que un lejano febrero de 1960 vine al mundo, y en ocasiones, casi por sorpresa, como si descubriera a un intruso dormitando entre las sedas de su alcoba, Fabiani se ruboriza al atarse los cordones de los zapatos con un gesto que no es suyo, sino que pertenece al otro, a Jofra, el primer y legítimo morador de esta prisión.
Anoche mismo, mientras me sacaba la camisa por la cabeza, comprendí que ese acto resultaba inapropiado para el Fabiani que ahora reina en mi carne, un hombre que desabotona sus camisas sosegadamente, como si estuviera componiendo música, pero que era plausible en el Jofra que quedó olvidado a ocho mil kilómetros de distancia, al otro lado del océano.
Incluso María Alicia me supo distinto, pues mirando los brazos que aleteaban por encima de la cabeza, como pájaros atrapados en una danza confusa, anunció con más sorpresa que reproche en la voz:
-Jamás te había visto con tanta prisa por tumbarme en la cama.
Así que cuidado. Nadie debe sospechar que, bajo la piel de Fabiani, aún respira un poco de Jofra. Ellos no me lo perdonarían.

II
Alguien, quizás un monje chiflado de la Edad Media, supuso que los nombres no son más que soplos de aire, flatus vocis, vanidad nacida de una laringe caprichosa.
Si hoy aquel hombre fuera Fabiani, sabría que se equivocaba. Porque el perdido nombre de Jofra estaba repleto de sentidos. Y el tendero, mi suegra y los apostadores del hipódromo respondían ante él con actitudes precisas, actitudes que nombres como Ramírez, Noriega o Salcedo hubieran convertido en inútiles farsas.
Los nombres, como amos brutales, llevan a la realidad atada de una correa, trastabillando o al galope, a veces enredándose en los pies del que camina, a veces sorteando charcos y basuras, a veces alegre y descuidada como un cachorro que juega con un moscardón.
Cuando Jofra se convirtió en Fabiani, su nombre quedó borrado de la memoria del mundo junto a multitud de cosas tangibles, como una ciudad frente al mar y una casa flotante en el borde de la playa, por no hablar de amores, credos y pasatiempos. Al morir, Jofra dejó una viuda inconsolable, quemó una pila de libros firmados por Marx y Gramsci, destruyó en un santiamén veinticinco años de fascinación por el ajedrez.
Pues debe ser dicho ya, sin ambages ni demoras, para que se entienda de una vez y para siempre, que Fabiani nació frisando los cuarenta y soltero, fascista por vocación, jugador de naipes franceses.

III
Lo más duro fue acostumbrarse a vivir sin el consuelo del mar.
Cómo no añorar el eterno vaivén de las olas contempladas desde la ventana, el vértigo de la brisa en la cara cuando el viento sopla hacia el interior, los belfos de la espuma en la noche, como islas de cornejo lamiendo una tierra opaca y negra.
Pero la añoranza es mala consejera, y en mi trabajo no valen nostalgias ni el candor de una patria natal. Así que incluso me arrancaron eso, los aromas de la sal y de las algas, para parirme completo, conciso, exacto como la maquinaria de un funesto reloj de cuco: Andrés Fabiani, metro ochenta de estatura, perito en joyas, jamás aprendió a nadar.

IV
Hace tiempo, María Alicia tuvo una hija con un africano que un día desapareció de su vida. La niña se llama Aurora, y aunque su nombre es una paradoja resulta hermoso, cada domingo por la mañana, cuando todavía los ojos no se han acostumbrado a la claridad, llamar a Aurora y ver entrar en la habitación su cabecita oscura, como un gran copo de nieve sucia.
Yo siento que Aurora está más cerca de Jofra que de Fabiani, pues a Fabiani no le gustan los mestizos y a Jofra el color de la piel le resultaba indiferente. No obstante, Fabiani tolera a la niña con paciencia, casi con placer de padre putativo. Así es que, para no comprometerme, he decidido que a partir de hoy buscaré un motivo para reñirla todos los días. Y si es posible incluso le propinaré de vez en cuando una bofetada ruidosa, con mi diestra obscena y rotunda, armada como un aspa de molino.

V
Lo primero que me entregaron fue un revólver con cachas de nácar, instrucciones acerca de un puñado de hombres, un lugar en los mapas donde pudrirme en silencio y sin prisa.
Después alquilaron una oficina en cuya trastienda tendí un catre de campaña e instalé una pequeña cocina, llenaron el frente de vitri,nas con sortijas, pendientes y dijes, me asignaron dos empleados industriosos como arañas y colgaron en la entrada un rótulo que reza
JOYAS FABIANI
COMPRA Y VENTA DE ORO
El día quince de cada mes envían dos cheques. Uno para mí; el otro para satisfacer el alquiler del negocio. Desconozco quién y cuándo paga a los empleados, pero nunca se quejan, y siguen devanando el hilo de su rutina en completa calma, con una terquedad que no deja de asombrarme.
Dijeron que me vigilarían, pero que nunca sabría cómo. Dijeron que querría escapar, volver a ser Jofra, pero que no hallaría rastro alguno de mi antigua vida. Tenían razón. Una tarde, por puro capricho, mientras me buscaba la cara en un pocillo de café rancio, llamé a mi número del otro continente y pregunté por mí mismo. Y aunque juraría que la voz que me respondió fue la de Laura, la viuda de Jofra, lo único que supo o pudo o quiso decirme, con un acento que de pronto reconocí ajeno e insondable, fue que nadie llamado así vivía en aquella casa.
No volví a intentarlo. Una vida acabada es imposible de rehacer. Sería como pretender desecar el mar a cucharadas.

VI
Por aquel entonces fue cuando me tropecé con María Alicia.
Una noche, al cerrar la joyería, la hallé con la nariz pegada al escaparate, contemplando con arrobo un camafeo con un busto de princesa en su centro.
Quizás ella sea un cebo, otro lazo más para que Fabiani siga siendo Fabiani hasta que un día, cuando muera definitivamente y sólo sea un puñado de polvo y furia aplacada, ellos decidan con qué nombre habré de reposar bajo una recoleta lápida de pórfido blanco.
Poco importa si así fuera. Cuando Jofra tuvo su primera muerte, también murió su capacidad para amar. Lo que hoy queda de aquel sentimiento apenas si es un vago rescoldo, una sombra sin cuerpo, un paréntesis entre palabras hermosas. De modo que todo lo que espero de María Alicia es calor durante el invierno, consuelo en la enfermedad y, por qué no decirlo, algún sucedáneo de la ternura si es que llegamos a compartir la vejez o el hambre.

VII
Es probable que para hacer comprensible esta historia, para poder moverse en el tiempo de la narración con un mínimo de certidumbres, para disponer de un norte y un sur, un arriba y un abajo, un ahora y un entonces, yo debiera contar cómo y por qué Jofra se convirtió en Fabiani, qué motivos pudo tener un hombre como aquél para transformarse en su antítesis, su antípoda, la máscara innoble de todo lo que un día fue, pero una de las consecuencias (y la más cruel esclavitud) del cambio de nombre consiste precisamente en la necesidad de olvidar.
Fabiani no recuerda los motivos por los que antes fue Jofra y pensaba y actuaba como tal. Es como si hubiera ingerido un mágico bebedizo que borrase casi por completo la memoria de lo que antaño hizo. Así que en estas páginas me limito a tomar nota de ese mudo asombro y contar con sencillez, al estilo Fabiani, sin inútiles digresiones, qué hago, dónde vivo, con qué sueño por las noches al acostarme, qué siento al saber que he sido, al menos, dos hombres distintos.

VIII
Mi contacto es un hombre llamado Solomón. Se trata de un hombre culto, amable, jovial cuando la situación lo requiere. Suele vestir ropas claras y le encantan los sombreros panamá. No lleva anillos ni se perfuma los cabellos. Tiene una boca carnosa y blanda, parece que siempre estuviera haciendo buches de agua.
A menudo Solomón acude a la tienda, y tras curiosear entre la mercancía y conversar con los empleados pasa directamente al almacén, donde se tumba en mi cama mientras preparo café y escucho sus órdenes.
Otras veces voy a ver a Solomón a una dirección de las afueras. Como Fabiani no sabe conducir (Jofra incluso pasó contrabando en camiones durante su juventud), acudo a esas citas en taxi, apeándome a tres o cuatro cuadras de mi destino, y paseo luego por calles sin asfaltar, llenas de trastos de chamarilero y canalones reventados, antes de enfrentarme al galpón húmedo y hueco, abandonada fábrica de tractores donde Solomón, sentado tras una mesa de roble, reina entre montañas de cartapacios y unos pocos ábacos de madera.
Los ábacos sirven para llevar la contabilidad de la empresa. Solomón me explicó un día su método: las bolas amarillas, que son mayoría, representan a los hombres que hay que matar; las bolas verdes, cuyo número no excede de treinta, a los hombres encargados de hacerlo; las bolas azules son los trabajos llevados a cabo con éxito.
Inocentemente, en una actitud más propia de Jofra que de Fabiani, le pregunté qué sucede con los encargos fallidos.
-Esa posibilidad ya fue contemplada -contestó con frialdad-. Si una bola verde hace mal su trabajo, se convierte de inmediato en una bola amarilla. Así que basta reclutar otra bola verde para que la plantilla se equilibre de nuevo.
Muy raras veces, Solomón viene a casa de María Alicia para compartir con nosotros una merienda frente al televisor. Siempre se muestra distante con Aurora, y aunque le trae barquillos, colgantes de azabache y muñecas vestidas de franela roja, en sus ojos late una mirada de rencor hacia la niña.
Siento entonces cómo Jofra revive por un segundo y desearía romperle la espalda al intruso, pero al instante Fabiani impone su propósito de recordarle a la pequeña Aurora qué significado tiene la palabra disciplina, y qué dura e ingrata tarea es la de llevar puestos los pantalones en un hogar.

IX
La inteligencia es hija de la costumbre.
Solomón me habla de bolas verdes que al principio carecían de cualquier talento para su trabajo y que ahora, con el discurrir de los años, se han convertido en irremplazables.
Acostumbro entonces a preguntarme si dentro de mí existe algún instinto para matar. La respuesta es casi siempre negativa. Lo curioso del caso es que las raras ocasiones en que encuentro en mi cuerpo un soplo de violencia y carácter para la muerte, es en los momentos en que Jofra parece asomar un poco la cabeza, como un pato de feria en las barracas de tiro, antes de volver a esconderse tras el estruendo del disparo.
Nunca se lo he confesado a Solomón, pero tengo la sospecha de que es Jofra y no Fabiani quien cumple las órdenes que me encomienda.
Ayer, por ejemplo, tuve que llevar a un hombre hasta el macelo para una ejecución. El hombre era un tramposo y le había citado allí con las artes de Fabiani, persuadiéndolo con engaños y vanas esperanzas, hablando con él en su misma lengua. Yo era consciente, mientras charlaba por teléfono y tramaba así su futura muerte, de que era Fabiani quien estaba cumpliendo a la perfección su trabajo. Pero una vez en el macelo, cuando el hombre comprendió y supo, cuando empezó a gimotear implorando piedad, cuando la cobardía le subió a los ojos como una fiebre terrible y fue incapaz de morir sin suplicar, noté que Fabiani vacilaba y exudaba un humor triste, que mi mano temblaba como cuando el alcohol le falta a un borracho. Entonces, por un instante, sentí que el pato asomaba su cabeza, que su pico y su plumaje resplandecían en el teatro del macelo, y todo volvió a ser tan fácil como respirar. Cada cabeceo del pato significó un disparo. Cuatro cabeceos, cuatro disparos.
Y luego vino la calma de llamarse Fabiani otra vez, las manos en los bolsillos, el macelo con su cadáver a mis espaldas, el regreso a la ciudad sin prisa ni miedo, entonando una cancioncilla militar, una marcha de sangre y conquista que a Jofra jamás se le hubiera ocurrido tararear, ni siquiera mientras defecaba en el excusado de un bar de carretera.

X
Fabiani tuvo una infancia que no consigo recordar. En algún lugar, hacia el sur de este país, viven sus padres en una explotación ganadera. Tiene dos hermanas a las que nunca he visto, pero que periódicamente envían postales en las que hablan de los progresos en la escuela de mis sobrinos.
Al poco de ser Fabiani, una madrugada en que el sueño no llegaba, encontré en un apolillado traje de fiesta una fotografía amarillenta, con marcas de ceniza, que los jefes de Solomón pasaron por alto. Era una vista de las montañas de Asturias, allá en España, en la que una pareja joven, abrazada ante un farallón calizo, sonreía al mágico dispositivo de la lente.
Atrapados en un clic eterno, ahí quedaron ambos para siempre, imborrables, intolerables, insólitos: la muchacha un poco regordeta, vistiendo un traje ajustado y con un jersey sobre los hombros; el muchacho delgado y coqueto, con patillas en forma de hacha y el puño derecho cerrado a la altura de la sien.
Aquel muchacho, anclado en las tinieblas del pasado, se parecía increíblemente a Fabiani. Bastaría con robarle veinte años al tiempo y, acaso, susurrarle al oído el nombre de Jofra, para que de su clepsidra inagotable manara un venero de esperanza.

XI
Nada de cuanto hay en el mundo existe por sí solo. El secreto de la vida radica en la necesidad de los contrarios. La dialéctica es la gran madre nutricia. Definir el calor como ausencia de frío o la enfermedad como falta de salud; sumar al sueño la vigilia para completar el tiempo de un hombre; narrar a las gentes que pasaron para comprender a las gentes que nos rodean.
Y es que esta mañana, cuando Solomón telefoneó para encargarme un trabajo en Lisboa, comprendí lo caprichoso de mi destino, asumí la mitad especular de mi existencia, me admiré del mágico gozne sobre el que hoy se articula mi ser. Porque Jofra, por razones que hoy habrá olvidado (los encantos de su gastronomía, la vida de un gran poeta, la peculiaridad de ese país que vive arrinconado contra el mar), siempre quiso conocer Portugal, pero sólo ahora, cuando soy Fabiani y no me gustan los portugueses, ni su acento nasal, ni su triste historia de corsarios venidos a menos, podrá aquella alma marchita saldar una cuenta largo tiempo pendiente.
Éste es mi exilio y mi reino, acaso mi cruz: yo soy la carne de dos, el anhelo de dos, el ojalá y el asco de dos; yo viviré el doble aunque sólo pueda gozar la mitad, pues aunque me han dado dos corazones para la aflicción y dos cerebros para el ensueño, tengo el sentimiento amputado.

XII
Volando en primera clase, los párpados pesados como aceite, miro los tobillos de las azafatas y busco requebrarlas con la mirada. Y aunque fracaso, aunque ni siquiera recibo como consolación la estudiada sonrisa de las academias de vuelo, experimento un intenso placer al pensar en este raro prodigio, aquí, a nueve mil pies de altura, mientras Montevideo se va pareciendo a un saurio que se retuerce en su osamenta de hierro, mientras los trigales de Sudamérica perfilan de amarillo el mediodía estival, mientras el ardor de una copa de tinto me deja un sabor áspero y acre en la garganta, como si hubiera lamido un guijarro.
Aquietado tras su mesa de roble, la voz engolada y dulce, Solomón gusta de repetir un viejo dicho de la Cábala: "Conviene no jugar al espectro, pues se corre el riesgo de llegar a serlo".
Yo contemplo a mis compañeros de viaje y me asombro de su ceguera. Porque fui otro hombre, tengo hoy el raro privilegio de saberlos espectrales, cáscaras vacías, vanos fantasmas encarnados en humo, miseria, aplazada extinción. Eso son para mí, cárceles sobre zapatos, esclavos en una lóbrega caverna, como esos niños que vuelan por vez primera y disputan por mirar a través de la ventanilla; como esa pareja que se toma de las manos y se jura fidelidad eterna; como ese matrimonio que lee revistas atrasadas y elude mirarse a los ojos. Todas vidas únicas e irrepetibles pero condenadas al tedio, sacos de migraña y dispepsia, comedores de frutas de temporada y pescados en salazón.
¡Ah, los mortales!

XIII
Lisboa se parece a la ciudad que yo imaginaba. Un raro temblor recorre sus calles: la esperanza, a menudo satisfecha, del reencuentro con el mar.
Me hospedo en una recoleta pensión desde la que diviso, imponente y seductor, el castillo de San Jorge, con los adarves de sus murallas repletas de hormigas pululantes: españoles, italianos, franceses que vienen a orillas del Tajo a cumplir un rito de paso.
Cuando la he llamado para preguntar por Aurora y pedirle que cuide del negocio, María Alicia ha llorado sin reproches ni acritud, con la indolencia de quien sabe que el olvido es una estrategia del vivir. Y aunque Solomón me cubre las espaldas con la confusa coartada de una reunión de joyeros en la otra orilla del Atlántico, adivino su sospecha de que algo raro sucede en mi vida.
Después de todo puede que María Alicia sea una mujer real, de carne y hueso, que el azar ha puesto en mi camino para beneficio de mi cuerpo y consuelo de mi corazón, aunque al irme a la cama esta noche, mientras las gabarras pitan en el río y una cantante devana el hilo insomne del fado bajo mi ventana, me asalta la imagen de Solomón tumbado en el camastro de la tienda, acariciando con repugnancia el pelo de Aurora mientras con su mano libre, hurtada a los ojos de la niña, pasea sus dedos bajo las bragas de María Alicia.

XIV
Tengo la certeza de que este sueño no me pertenece, de que es propiedad de Jofra. Tengo la certeza de que la imagen de los cuatro caballos azules es patrimonio suyo, una porción de su memoria cautiva.
El sueño es siempre idéntico y comencé a tenerlo el pasado invierno, cuando las lluvias anegaron Montevideo durante semanas.
Sueño con dos machos enormes, de brillante pelaje, que rumian una hierba asperjada de rocío. A su lado, una pareja de pequeños potros contempla a los grandes caballos con una expresión que, si no fuera por la paradoja que encierra dicho calificativo, me atrevería a llamar humana. En un determinado momento ambos machos levantan la cabeza, y con sus belfos todavía húmedos de hierba me miran de frente a los ojos, mientras los contemplo desde la butaca del sueño. Entonces se dan la vuelta y comienzan a trotar seguidos por sus crías, alejándose de mí.
Sé que al final de ese trote espera un precipicio, un abismo al que se van a arrojar relinchando angustiados. Es entonces cuando despierto. Y aunque los caballos se han ido, su relincho y su agrio olor a bestias siguen ahí, emboscados en las paredes del cuarto como una advertencia ominosa.

XV
Esta tarde, en el restaurante Martins de Arcada, bajo las marquesinas devoradas por la humedad, he vuelto a fumar. De pronto, mientras el camarero me servía un chablis, me he descubierto pidiéndole un cigarrillo que él mismo ha encendido con mano firme.
Luego he arrastrado mi angustia en dirección al Cais do Sodré, con el estómago revuelto y la cabeza confusa, como si el humo inhalado hubiera ascendido hasta mis ojos.
He contemplado a las putas en sus sillas de tijera con el ánimo encogido, asustado ante mi propia fatalidad. Las he visto devorar empanadas de carne con un placer de cosa antigua, como si fueran animales en una covacha infecta, mientras bajo sus faldas de polisón se oculta una emoción indomeñable.
¿Qué verdugo alienta en mi ser que me arroja a costas y costumbres que un día conocí y amé bajo otro nombre? Hay algo espantoso en el hecho de un hombre que fuma sin noticia alguna de su deseo, poseído por una voluntad ajena. Y por eso, porque no tengo memoria de Andrés Fabiani fumando un sahumerio oloroso, venido de países lejanos, he llorado con más pavor que desconsuelo al penetrar en una tabaquería de la plaza Folgueira para pedir, con acento de connoisseur y voz grave, un paquete de tabaco de Sumatra.

XVI
Decir que hoy he visto al hombre sería una exageración. Es cierto que he seguido su rastro (un abrigo de espigas inadecuado para el tiempo actual, el resonar de unas botas negras, una gorra de lana inglesa sin visera) durante casi una hora, pero en ningún momento he llegado a verle la cara.
Anoche Solomón telefoneó para darme su dirección y prevenirme. Pero ha conseguido escabullirse, moviéndose con agilidad felina por las calles empinadas del Chiado, hurtándose a mi mirada cada vez que un tranvía se lo permitía, esquivándome con pericia de acróbata todas las veces que he confiado en la ayuda de un escaparate para descubrir un visaje de su rostro. En el último instante, entre el gentío del transbordador y el color azufroso que desprende el río, he alcanzado a ver su silueta imprecisa bajo el crepúsculo, como una sanguina difusa: una figura acodada en el barco al Cristo de Almada que, quitándose la gorra, me ha saludado desde la lejanía, como burlándose de mi incapacidad.
Y por un momento he sentido que era mi propia mano la que se agitaba allá a lo lejos, como si estuviera viendo una película hecha por un orfebre demoníaco, nacido para avergonzarme.

XVII
En el transbordador a Almada se confunden los turistas de paso con los lisboetas que viven en la otra margen del río. El portugués tiene un carácter acariciador y domesticado pero lleno de orgullo, pareciera nacido no tanto para la servidumbre como para la devoción y el afecto. Uno siente confianza ante su voz pausada y melosa; apetece confiarse a esos hombres morenos y pulcros, negligentes como caballeros andantes; apetece confesarles filias y fobias, nuestros cotidianos escarnios, las luchas que nos devoran.
Llegado a Almada, me mezclo en su trajín cotidiano. En una esquina del bazar un chiquillo negro, de piel lustrosa aunque llena de cicatrices rosadas, me toma de la manga de la chaqueta con fuerza. Al principio no comprendo su insistencia, pero al rato advierto que desea que le siga. A nuestro alrededor se han ido congregando un puñado de mirones ociosos. El chiquillo me arrastra a través de las tiendas donde cabe todo el asombro humano: el abigarrado perfil de los alimentos y los vestidos; la oscura fascinación por lugares remotos cifrados en mapas, astrolabios o cimitarras; la insidiosa presencia de objetos robados en comercios y domicilios, por manos sabias y perdurables.
Sin soltarme de la manga, el niño me conduce hasta una casona de finales del XIX, un desolado palacete, reconvertido en hospedaje, de cuyos muros hace muchos años sin enjalbegar penden pajareras azules y afiches de futbolistas de la selección nacional. Entramos en un portal umbrío y fresco donde un viejo, que fuma sentado en una silla sin respaldo, pega un brinco al verme y suelta una blasfemia irreproducible. Crispo la mano dentro del bolsillo y aprieto la pistola. Es un acto reflejo, pero me hace sentir seguro.
Después, por espacio de diez largos y confusos minutos, el hombre, de quien sólo alcanzo a comprender que se llama João y es el propietario del establecimiento, me habla en un tono obsceno, tan alejado de la habitual amabilidad de sus compatriotas que, por un momento, imagino estar en otro país. Sólo al final de su discurso, cuando se escabulle camino de la cocina y vuelve con unos papeles que mueve ante mi cara, comprendo lo que sucede.
Es difícil hallar palabras que expresen la suma insólita de sensaciones que su revelación me produce. Quizás estupor sea el término que mejor convenga ante semejante descubrimiento. Porque lo cierto es que lo que don João mueve ante mis ojos corresponde, respectivamente, a una factura de cuatro días sin satisfacer, que comprende alojamiento más desayunos, junto a una fotocopia de un documento de identidad que me deja clavado en un punto sin retorno, como una ballena varada en una playa de frambuesa. Y es que entre los gordos dedos del casero, recorridos por el amarillento beso de la nicotina, advierto el nombre de Juan Carlos Jofra y la fotografía de mi propia cara.

XVIII
Es común pensar que un hombre sin identidad no es nada. Pocas veces sin embargo se ha reflexionado sobre lo que sobrevive de humano en alguien que posee más de una identidad, o una identidad impostada. En este caso, no creo que el defecto sea menos terrible que el exceso.
De regreso a Lisboa, el Tajo me parece un espejo deformante, uno de esos artilugios nacidos para el espanto humano. Mucho se ha escrito sobre la monstruosidad de los espejos de azogue, pero todos ellos se quedan cortos ante un espejo carnal, óseo, incorruptible a los azares de una pedrada lanzada por un niño. Quien me mira desde las aguas que corren hacia el Atlántico, a despecho de su turbio fondo legamoso y opaco, es Juan Carlos Jofra, llegado desde el otro lado del tiempo para apoderarse de mis reservas de cordura. Qué poco pueden todas las pistolas del mundo ante semejante heraldo, es algo que no me es dado expresar.

XIX
Esta tarde he comprendido que, en un mundo de pesadilla, la gracia no se concede. Se conquista.
Por eso corro hacia el transbordador de Almada, para reapropiarme de la estancia donde alguien llamado Juan Carlos Jofra pasó cuatro días. Al verme de regreso don João me recibe enfurruñado, pero veinte mil escudos de anticipo y una caja de vino de Madeira comprada en un colmado transforman su cólera en una genuflexión. Su boca airada y mendicante se extiende ahora, plácida y carnosa, en una sonrisa de beneplácito, la máscara de los siervos.
Entro en la habitación que fue del supuesto Jofra con una mezcla de escrúpulo y devoción: escrúpulo porque el sicario que llevo dentro me ha impuesto esta disciplina del músculo y la inteligencia hace tiempo; devoción porque siento que es en un lugar conocido, una suerte de patria natal, donde ahora ingreso.
Lo primero que hago es tumbarme en la cama y dormir cuatro horas con las ventanas abiertas, llenándome del olor a Jofra que todavía rezuman las paredes de la habitación. Lástima que las sábanas estén frescas y planchadas. Me hubiera gustado hallar, siquiera fuera remotamente, un rastro de su piel en los algodones.
Al despertar he rebuscado en cada centímetro de la estancia, he mirado debajo de la cama, en el fondo de los armarios, he revisado cada rincón donde alguien hubiera podido guardar un secreto. Un minúsculo poso de ceniza ha quedado olvidado en una esquina, junto a la ventana. Imagino a un hombre sin rostro, o con mi propio rostro, o con todos los rostros acaso, vuelto del pasado, venido de la nada, acodado en la ventana de Almada mientras piensa en otro hombre, su sombra o su perseguidor o aquel a quien persigue. Puedo sentir cómo fuma, ahí, en pie, conciso, completo, hurtado a la prisa, cautivo en la casa de don João como un actor que espera su turno entre bambalinas para recitar su parlamento, dejándose invadir por el sabor del tabaco, jugando a ser alguien, un resucitado quizás, un ladrón del tiempo seguramente, un sosias o doble o absurdo doppelgänger llegado del más lejano país, el de los muertos, para musitar en mi oído antiguas palabras.
Me pregunto que tendrá Solomón que decir de todo esto, qué respuesta exacta hallará en su macabro ábaco. Pero no le llamaré. No quiero otra mentira ni más añagazas en esta historia. Ya no me importan sus razones de contable. Sobre todo ahora que fumando en la ventana mi odiado tabaco de Sumatra, ése que me pone una arcada en la boca y una sensación de ahogo en el pecho, cuando ya no sé si soy Fabiani o Jofra o la suma insólita de ambos, he comprendido que hace un rato, mientras dormía en esa cama extraña, he vuelto a soñar con los cuatro caballos azules despeñándose hacia la muerte, y he visto en esa imagen, sucinta y sobrecogedora, la exacta urdimbre de mi destino.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Graham Greene, Un accidente absurdo







Novelista inglés cuya obra refleja los conflictos espirituales de un mundo en decadencia. Hijo de un director de colegio, Greene nació el 2 de octubre de 1904, en Berkhamsted, (Hertfordshire), y estudió en la universidad de Oxford. Entre 1926 y 1929 trabajó para The Times, y a partir de entonces lo hizo como escritor independiente.





Las obras de Greene se caracterizan por la intensidad de sus detalles y los lugares exóticos donde transcurren (México, África, Haití, Vietnam), así como el retrato preciso y objetivo de los personajes inmersos en todo tipo de situaciones de tensión social, política o psicológica. El mal es omnipresente, y aunque en sus últimas novelas surge una dimensión de duda y conflicto moral que se añade al terror y al suspense, Monseñor Quijote (1982) novela que enfrenta marxismo y catolicismo, posee un tono más moderado. A partir de 1966 Greene se instaló en la Riviera francesa y se dedicó a viajar. Murió, el 3 de abril de 1991, en Vevey, Suiza.








Un accidente absurdo



I




Un jueves por la mañana, en la pausa entre la segunda y la tercera clase, Jerome fue citado a la oficina del encargado de cursos. Jerome no tenía miedo de verse en aprietos: era celador, nombre que el dueño y director de una escuela preparatoria bastante cara había elegido para los mejores alumnos de los cursos inferiores. Los celadores ascendían a guardianes y llegaban a ser cruzados antes de salir, como era de esperar para Marlborough o Rugby. El señor Wordsworth, encargado de cursos, estaba sentado ante su escritorio con aire perplejo.



–Siéntate, Jerome –dijo el señor Wordsworth–. ¿Cómo andan las cosas en trigonometría?



–Muy bien, señor.



–He recibido un llamado telefónico, Jerome. De tu tía. Me temo que hay malas noticias para ti.



–¿Sí, señor?



–Tu padre ha tenido un accidente.



–Oh…



El señor Wordsworth lo miró con cierta sorpresa:



–Un accidente serio.



–¿Sí, señor?




erome veneraba a su padre: el verbo era exacto. Así como el hombre recrea a Dios, Jerome recreaba a su padre: convertía a un andariego escritor viudo en un misterioso aventurero que viajaba a lugares remotos: Niza, Beirut, Mallorca, hasta las Canarias. A los ocho años, Jerome creía que su padre era un pistolero o un miembro del Servicio de Espionaje Británico. Ahora imaginó que su padre había caído “bajo una lluvia de balas de ametralladora”.


El señor Wordsworth jugaba con la regla sobre el escritorio. No sabía cómo continuar.


–¿Sabes que tu padre estaba en Nápoles?


–Sí, señor.


– Tu tía recibió un cable del hospital.


–Ah…


–Fue un accidente en la calle –dijo el señor Wordsworth, ya desesperado.


–¿Sí, señor?


A Jerome le pareció muy natural que lo llamaran “un accidente en la calle”. Desde luego, la policía habría disparado primero: su padre no atentaba contra la vida humana sino como último recurso.


–Me temo que tu padre resultó gravemente herido.


–Oh.


–Lo cierto es que murió ayer, Jerome. Sin sufrir.


–¿Le dispararon al corazón?


–¿Cómo? ¿Qué has dicho, Jerome?


–¿Le dispararon al corazón?


–Nadie le disparó, Jerome. Se le cayó un cerdo encima.


Los nervios de la cara del señor Wordsworth se crisparon inexplicablemente: por un instante pareció apunto de echarse a reír. Cerró los ojos, compuso su expresión y dijo rápidamente, como si hubiera sido preciso contar los hechos lo antes posible:


–Tu padre caminaba por una calle de Nápoles cuando un cerdo se le cayó encima. Un accidente absurdo. Parece que en los barrios pobres de Nápoles la gente cría cerdos en los balcones. Éste cayó del quinto piso. Había engordado demasiado. El balcón cedió. El cerdo cayó sobre tu padre.


El señor Wordsworth se apartó del escritorio y se acercó a la ventana, volviendo la espalda a Jerome. La emoción lo estremeció ligeramente.


–¿Qué pasó con el cerdo? –preguntó Jerome.


II


No era insensibilidad por parte de Jerome, como interpretó el señor Wordsworth a sus colegas (hasta discutió con ellos la posibilidad de que Jerome no tuviera aún las condiciones para ser celador). Jerome sólo procuraba visualizar la extraña escena y obtener detalles concretos. Tampoco era Jerome un niño capaz de llorar; era un niño que cavilaba y nunca se le ocurrió en esa escuela preparatoria que las circunstancias de la muerte de su padre fueran cómicas; eran parte del misterio de la vida. Sólo después, durante el primer curso de la escuela pública, cuando contó los hechos a su mejor amigo, empezó a darse cuenta de cómo reaccionaban los demás. Naturalmente, después de esa confidencia lo llamaron, con bastante injusticia, Cerdo.


Por desgracia su tía no tenía sentido del humor. Sobre el piano había una fotografía ampliada de su padre: un hombre corpulento y triste, con un inapropiado traje oscuro, posaba en Capri con un paraguas (para protegerse del sol). Las rocas del Faraglione se veían al fondo. A los dieciséis años Jerome tenía clara conciencia de que el retrato se parecía más al autor de Sol y sombra y Paseo por las Baleares que a un agente del Servicio de Espionaje. Pero amaba el recuerdo de su padre: aún poseía un álbum lleno de tarjetas postales (mucho tiempo antes les había despegado las estampillas para su otra colección) y le apenaba que su tía se embarcara con extraños en el relato de la muerte de su padre.


“Un accidente absurdo”, empezaba ella, y el extraño o extraña adquiría la expresión que corresponde a un oyente interesado o compungido. Ambas reacciones, desde luego, eran falsas, pero era terrible para Jerome comprobar que súbitamente, en mitad del vago palabreo de su tía, el interés del oyente se hacía genuino. “No me imagino cómo pueden permitirse cosas semejantes en un país civilizado –decía su tía–. Supongo que debemos considerar que Italia es civilizada… Desde luego, en el extranjero tiene uno que estar preparado para cualquier cosa. Mi hermano viajaba mucho. Siempre llevaba un filtro de agua consigo. Era mucho menos caro que comprar todas esas botellas de agua mineral. Mi hermano decía siempre que gracias a lo que el filtro le permitía ahorrar pagaba el vino de la cena. Ya se darán cuenta ustedes de que era un hombre muy cuidadoso. Pero ¿a quién podía ocurrírsele que, caminando por la Via Dottore Manuele Panucci rumbo al Museo Hidrográfico, se le caería un cerdo encima?” Ese era el momento en que el interés del oyente se hacía genuino.


El padre de Jerome no había sido un escritor muy importante, pero siempre parece llegar un momento, después de la muerte de un escritor, en que alguien cree que vale la pena escribir al suplemento literario del Times para anunciar la preparación de una biografía y solicitar cartas, documentos o anécdotas de amigos del muerto. Por lo general esas biografías nunca aparecen: quizá no sean más que una oscura forma de chantaje y muchos de esos biógrafos en potencia encuentren de ese modo el medio de terminar sus estudios en Kansas o Nottingham: Jerome era contador público y vivía lejos del mundo literario. No comprendía que pocas amenazas había de que apareciera un biógrafo e ignoraba que había pasado el período de peligro. A veces ensayaba formas de relatar la muerte de su padre reduciendo al mínimo los elementos cómicos (era inútil negarse a informar, porque en ese caso el biógrafo acudiría sin duda a su tía, que tenía muchos años pero no daba muestras de perder sus energías).


Jerome pensaba que sólo había dos soluciones: la primera consistía en aproximarse lentamente al accidente de modo que, cuando llegara el momento de describirlo, el oyente ya estuviera tan bien preparado que la muerte resultara casi un anticlímax. El peligro principal de provocar la risa era siempre la sorpresa.


Cuando ensayaba este método, Jerome empezaba de manera bastante aburrida:


“¿Conoce usted esas altas casas de vecindad, en Nápoles? Alguien me dijo una vez que los napolitanos se sienten en su elemento en New York, así como la gente de Turín se siente en su elemento en Londres porque el río es muy semejante en ambas ciudades. Bueno… ¿dónde estaba yo? Ah, sí. En Nápoles, desde luego. Le sorprenderían las cosas que los habitantes de los barrios pobres tienen en los balcones de esas casas de vecindad en forma de rascacielos. No crea usted que cuelgan ropa. Crían animales: gallinas y hasta cerdos. Desde luego, los cerdos no pueden hacer ejercicio y engordan rápidamente”.


Jerome imaginaba que, llegado este punto, el oyente abriría los ojos de asombro.


“No sé cuánto puede crecer un cerdo, pero esas casas viejas están a punto de derrumbarse… Un balcón de un quinto piso cedió bajo el peso de uno de esos cerdos. Al caer, dio contra el balcón del cuarto piso y rebotó hacia la calle. Mi padre se dirigía al Museo Hidrográfico cuando el cerdo le cayó encima. Como caía desde tan alto, le rompió la nuca”.


En verdad, era un intento magistral de convertir un tema intrínsecamente interesante en un relato tedioso.


El otro método que Jerome ensayaba tenía el mérito de la brevedad.


–Mi padre murió a causa de un cerdo.


–¿De veras? ¿En la India?


–No. En Italia.


–Qué interesante. No sabía que cazaban jabalíes en Italia. ¿Su padre era un buen jugador de polo?


Con el tiempo, ni demasiado pronto ni demasiado tarde –como si, en su carácter de contador público, Jerome hubiera estudiado las estadísticas para conducirse según el término medio– Jerome se comprometió: su novia era una muchacha agradable, de cara fresca, hija de un médico de Pinner. Se llamaba Sally y su autor preferido era Hugh Walpole. Adoraba a los niños desde que, a los cinco años, le habían regalado una muñeca que cerraba los ojos y hacía pis. La relación entre ambos era más placentera que vehemente, como correspondía al noviazgo de un contador público: Jerome no habría consentido en ella si hubiese perturbado su trato con las cifras.


Sólo había un pensamiento que preocupaba a Jerome. Ahora que, en el curso de un año, podía ser padre, su amor por el muerto aumentaba: comprendía el afecto que revelaban las tarjetas postales. Sentía la ansiedad de proteger la memoria de su padre y temía que su apacible amor no sobreviviera si Sally era capaz de reírse de la muerte de su padre. Porque era inevitable que lo supiera cuando Jerome la llevara a comer a casa de su tía. En varias oportunidades trató de contárselo él mismo, puesto que ella estaba ansiosa por saber todo cuanto se relacionaba con Jerome.


–¿Eras pequeño cuando murió tu padre?


–Tenía sólo nueve años.


–Pobrecito –dijo ella.


–Estaba en la escuela. El encargado de cursos me zampó la noticia.


–¿Cómo lo tomaste?


–No puedo acordarme.


–Nunca me contaste cómo murió.


–Fue de repente. Un accidente en la calle.


–Tú nunca manejarás ligero, ¿verdad, Jemmy?


Había empezado a llamarlo “Jemmy”. Ya era demasiado tarde para ensayar el segundo método, el de la caza de jabalíes.


Pensaban casarse tranquilamente en una oficina del Registro Civil y pasar la luna de miel en Torquay. Jerome evitó llevarla a casa de su tía hasta una semana antes de las bodas. Pero la noche llegó al fin y él no habría podido decir si sus temores tenían por objeto el recuerdo de su padre o la seguridad de su amor.


El momento se presento enseguida.


–¿Este es el padre de Jemmy? –preguntó Sally, tomando la fotografía del hombre con el paraguas.


–Sí, querida. ¿Cómo adivinaste?


–Tiene los mismos ojos y la misma frente que Jemmy, ¿no es cierto?


–¿Jerome te ha dado sus libros?


–No.


–Te los regalaré para tu casamiento. Escribía con tanta ternura acerca de sus viajes. Mi favorito es Rincones y escondrijos. Había hecho una gran fortuna. Por eso fue tanto más lamentable ese absurdo accidente. . .


–¿Sí?


Jerome sintió ganas de salir del cuarto para no ver al amado rostro crisparse de risa incontenible.


–Recibí tantas cartas de sus lectores después de que el cerdo le cayó encima. . .


Su tía nunca había sido tan abrupta. Entonces ocurrió el milagro. Sally permaneció sentada con los ojos desorbitados de horror mientras su tía le contaba el relato y al fin dijo:


–¡Qué horrible! Es como para ponerse a pensar. Una cosa semejante. En un país de cielo tan claro…


El corazón de Jerome palpitó de dicha. Era como si Sally hubiera disipado para siempre sus temores. En el taxi, cuando la llevaba a su casa, la besó con más pasión que nunca y ella le correspondió. Había niños en sus pálidos ojos celestes, niños que movían los ojos y hacían pis.


–Falta una semana. –dijo Jerome, mientras Sally le apretaba la mano–. ¿En qué piensas, querida?


–Me preguntaba qué habrá pasado con el pobre cerdo… –dijo Sally.


-Supongo que se lo habrán comido –dijo Jerome, dichoso, y volvió a besar a su amada criatura.







martes, 4 de octubre de 2011

La reticencia de lady Anne


Escritor inglés, Hector Hugh Munro, más conocido por el seudónimo de Saki, fue uno de los cuentistas más famosos de la época victoriana gracias a su mordaz ironía y su peculiar estilo lleno de giros oscuros. Su obra está considerada al mismo nivel que O.Henry o Dorothy Parker en lo concerniente al relato, aunque también publicó una obra de teatro, The Watched Pot, así como varios ensayos literarios e históricos. En su obra podemos encontrar grandes influencias de Oscar Wilde, mientras que Saki ha influido muchísimo en narradores posteriores como Sharpe o Dahl. De entre sus relatos habría que destacar las Crónicas de Clovis y La reticencia de Lady Anne.
Munro murió durante la Primera Guerra Mundial durante una de las muchas batallas entre trincheras inglesas y alemanas.

Fuente: Lecturalia.com



La reticencia de lady Anne

Egbert entró en la amplia sala oscura con el aire de quien no sabe si entra a un palomar o a un polvorín y viene preparado para ambas contingencias. No habían rematado la pequeña disputa doméstica sostenida durante el almuerzo, y ahora la cuestión era tantear hasta qué punto lady Anne estaba de humor para renovar o abandonar las hostilidades. Su postura en el sillón junto a la mesa de té era más bien elaborada y tiesa; y en la penumbra de la tarde decembrina los anteojos de Egbert no ayudaban gran cosa a discernir la expresión de su cara.

Para romper el hielo superficial que pudiera existir, Egbert dijo algo sobre lo tenue y místico de la poca luz. Alguno de los dos solía hacer esta observación entre las 4:30 y las 6 en las tardes de invierno y finales de otoño; hacía parte de su vida conyugal. Carecía de respuesta fija, y lady Anne no adelantó ninguna.

Don Tarquinio se encontraba tendido sobre la alfombra persa, calentándose a la lumbre del hogar con majestuosa indiferencia por el posible mal humor de lady Anne. Su pedigrí era tan intachablemente persa como la alfombra, y su pelaje entraba ya en el esplendor de un segundo invierno. El criado, que tenía inclinaciones renacentistas, lo había bautizado don Tarquinio. De ser por ellos, Egbert y lady Anne de seguro le habrían puesto Pelusa; pero no eran personas obstinadas.

Egbert se sirvió el té. Como nada indicaba que el silencio fuera a ser roto por iniciativa de lady Anne, se dispuso a realizar otro esfuerzo heroico.

-Lo que dije al almuerzo tenía intenciones puramente académicas -anunció- ; pero parece que le das un sentido innecesariamente personal.

Lady Anne continuó atrincherada en el silencio. El pinzón real llenó aquel vacío con una perezosa melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert la reconoció al punto, puesto que era la única tonada que el pinzón sabía silbar, y les había llegado con fama de silbarla. Tanto Egbert como lady Anne habrían preferido algo salido de Terrateniente de la Guardia, la ópera favorita de ambos. En cuestiones artísticas tenían gustos similares. Se inclinaban por lo honesto y explícito en el arte: una lámina, por ejemplo, que pusiera una historia delante de los ojos, con la ayuda generosa del título. Un corcel de guerra sin jinete y con los arreos en patente desorden, que entra trastabillando a un patio lleno de pálidas mujeres al borde del desmayo, y con la anotación marginal de "Malas Nuevas", les sugería la clara lectura de algún desastre militar. No les costaba ver lo que quería comunicar y podían explicarlo a otros amigos de inteligencias más obtusas.

Persistía el silencio. Por regla general, los disgustos de lady Anne se volvían verbales y pronunciadamente desbocados tras cinco minutos de mutismo introductorio. Egbert tomó la jarra de leche y vertió parte de su contenido en el platillo de don Tarquinio. Como el platillo estaba lleno hasta el borde, el resultado fue un feo derrame. Don Tarquinio lo miró con sorprendido interés, que se desvaneció en una esmerada indiferencia cuando Egbert lo llamó a que lamiera algo del líquido rebosado. Don Tarquinio estaba dispuesto a desempeñar muchos papeles en la vida, pero el de aspiradora de alfombras no era uno de ellos.

-¿No crees que nos estamos comportando como un par de tontos? -dijo él de buen humor.

Si lady Anne pensaba igual, no lo expresó.

-Supongo que yo en parte he tenido la culpa -prosiguió Egbert, mientras se le iba evaporando el buen humor -. Mira, después de todo soy humano. Pareces olvidar que soy un ser humano.

Insistía en ello como si corrieran rumores infundados de que tuviese contextura de sátiro, con prolongaciones cabrunas donde la parte humana terminaba.

El pinzón volvió a entonar la melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert se iba sintiendo deprimido. Lady Anne no bebía su té. Tal vez se sentía indispuesta. Pero cuando lady Anne se sentía indispuesta no solía ser reservada al respecto. "Nadie sabe lo que me hace sufrir la mala digestión" era una de sus afirmaciones favoritas. Ahora bien, esta ignorancia sólo podía deberse a oídos defectuosos: la información disponible sobre el tema habría suministrado material suficiente para una monografía.

Era evidente que lady Anne no se sentía indispuesta.

Egbert empezaba a creer que recibía un trato irracional; y, naturalmente, comenzó a hacer concesiones.

-Tal vez -observó, centrándose en la alfombra hasta donde se dignó permitirle don Tarquinio- toda la culpa ha sido mía. Estoy dispuesto a emprender una vida mejor, si con eso las cosas recuperan las buenas perspectivas.

Se preguntó vagamente cómo podría lograrlo. Ya entrado en años, las tentaciones le llegaban de modo vacilante y sin mucha insistencia, como un recadero de la carnicería que pide un aguinaldo en febrero con la débil excusa de que olvidaron dárselo en diciembre. No tenía más planes de sucumbir a ellas que de comprar las boas de piel y los cubiertos de pescado que algunas damas se ven forzadas a ofrecer con pérdida, mediante el expediente de las columnas de avisos, durante el año entero. Con todo, había algo impresionante en aquella espontánea renuncia a posibles monstruosidades soterradas.

Lady Anne no dio señas de estar impresionada.

Egbert la miró con inquietud a través de los espejuelos. Llevar la peor parte en una discusión con ella no era nada nuevo. Llevar la peor parte en un monólogo era una humillante novedad.

-Voy a cambiarme para la cena -anunció, con voz a la que pretendió dar una sombra de dureza.

En la puerta, un ataque postrero de debilidad lo impulsó a hacer un nuevo intento.

-¿No estamos siendo muy absurdos?

"¡Qué idiota!" fue el comentario mental de don Tarquinio cuando la puerta se cerró tras la retirada de Egbert; y luego alzó en el aire las aterciopeladas zarpas delanteras y saltó ágilmente a una estantería que estaba justo bajo la jaula del pinzón. Por vez primera parecía notar la existencia del pájaro, pero en realidad llevaba a efecto un viejo plan de ataque, madurado hasta la precisión. El ave, que se había creído una especie de déspota, se comprimió de súbito a un tercio de su porte normal, y echó a batir las alas desesperadamente y a emitir chirridos estridentes. Aunque había costado veintisiete chelines sin la jaula, lady Anne no dio señal de intervenir.

Hacía dos horas que estaba muerta.

FIN




miércoles, 23 de febrero de 2011

Rip Van Winkel de Washington Irving





Washington Irving (Nueva York, 1783 - Sunnyside, 1859) Escritor norteamericano. Perteneciente al mundo literario del costumbrismo, Washington Irving es el primer autor americano que utiliza la literatura para hacer reir y caricaturizar la realidad, creando además el estilo coloquial americano, que después utilizarían Mar Twain y Hemingway.

Aunque se mantuvo al margen de los movimientos políticos y sociales que lo alteraban todo, es, sin embargo, un representante perfecto del romanticismo americano. Pero, eso sí, lo que capta del espíritu romántico son sus rasgos más superficiales: el amor al pasado, al medievo, a lo fantástico, a las leyendas, el impulso viajero que a tantos escritores y artistas llevó a deleitarse con las ruinas.

Fuente: http://www.biografiasyvidas.com/

Una propuesta de Ricardo Liberal

Washington Irving
Rip Van Winkle

La siguiente relación se encontró entre los papeles del difunto Dietrich Knickerbocker, un anciano caballero de Nueva York que se interesó profundamente por la historia de las colonias holandesas de la provincia y las costumbres de los descendientes de los primitivos pobladores. Sus investigaciones históricas no se efectuaban, sin embargo, entre libros, sino entre seres humanos, pues en los primeros no abundaban sus temas favoritos, mientras que los encontraba en los viejos burghers y aun más en sus mujeres, que poseían enormes tesoros de aquel folklore, tan valioso para el verdadero historiador. En cuanto hallaba una auténtica familia holandesa, cuidadosamente encerrada entre sus cuatro paredes, en su casa de techo bajo, construida casi debajo de la ancha copa de algún árbol, la consideraba como un pequeño volumen y la estudiaba con el celo de un ratón de biblioteca.

De todas estas investigaciones resultó una historia de la provincia bajo los gobernadores holandeses, que se publicó hace unos años. Existen numerosas opiniones acerca del verdadero carácter literario de ese libro, que, a decir verdad, no es lo que debería ser. Su mérito principal consiste en la escrupulosa exactitud, de la que se dudó al aparecer, pero que ha sido demostrada después sin lugar a dudas. Se le admite ahora en todas las bibliotecas de historia como un libro cuya autoridad es indiscutible.

Aquel anciano caballero murió poco después de publicar su obra y, ahora que ha desaparecido, puede decirse, sin ofender su memoria, que su tiempo hubiera estado mucho mejor empleado si se hubiera dedicado a tareas más importantes. Tendría que seguir sus inclinaciones personales, de acuerdo con métodos propios y, aunque alguna que otra vez molestó a sus vecinos y ofendió a amigos, por los cuales sentía gran afecto, hoy se recuerdan sus errores y locuras más con lástima que con rencor y algunos empiezan a sospechar que nunca tuvo la intención de ofender a nadie. De cualquier modo que los críticos aprecien su memoria, la tienen en muy alta estima muchas personas cuya opinión puede compartirse, particularmente ciertos confiteros que en su admiración han llegado a reproducir su efigie en los pasteles de Año Nuevo, dándole así una oportunidad de hacerse inmortal, casi equivalente a la que proporciona una medalla de Waterloo o de la Reina Ana.

Rip Van Winkle

Escrito póstumo de Dietrich Knickerbocker

Cualquier persona que haya viajado río arriba por el Hudson, recordará los montes Kaatskill. Son un desprendimiento aislado del gran sistema orográfico de los Apalaches. Se les ve al oeste del río elevándose lentamente hasta considerables alturas y enseñoreándose del país circundante. Todo cambio de estación o del tiempo, hasta cada hora del día, producen alguna modificación en las mágicas formas de estas montañas; todas las buenas mujeres de los alrededores, y hasta las de lejos, tienen a esos montes por barómetros perfectos. Cuando el tiempo es bueno y se mantiene así, parecen revestirse de azul y púrpura y se destacan nítidamente sobre el fondo azul del cielo; algunas veces cuando el firmamento de la región está completamente limpio de nubes, alrededor de sus picos se forma una corona de grises vapores, que al recibir los últimos reflejos del sol poniente despiden rayos como aureola de un santo.

A los pies de estas bellas montañas, el viajero habrá percibido columnas de humo que se desprenden de un villorrio cuyos techos se destacan entre los árboles, allí donde la coloración azul de las tierras altas se confunde con el verde esmeralda de la vegetación de las bajas. Es una pequeña villa de gran antigüedad, pues fue fundada por los primeros colonos holandeses, en los primeros tiempos de la provincia, al iniciarse el período de gobierno de Pedro Stuyvesant, a quien Dios tenga en su gloria; hasta hace unos pocos años, todavía quedaban algunas de las casas de los primeros colonos. Eran edificios construidos de ladrillos amarillos, traídos de Holanda.

En aquella misma villa y en una de esas mismas casas (que, a decir verdad, el tiempo y los años habían maltratado bastante), vivió hace ya de esto mucho tiempo, cuando el territorio era todavía una provincia inglesa, un buen hombre, que se llamaba Rip Van Winkle. Descendía de los Van Winkle que tanto se distinguieron en los caballerescos días de Pedro Stuyvesant y que le acompañaron en el sitio de Fuerte Cristina. Sin embargo, poco había heredado del carácter marcial de sus antecesores. Debo hacer notar que era de buen natural, vecino bondadoso y esposo sumiso, pegado a las faldas de su mujer. A esta última circunstancia, a esta mansedumbre se debía su enorme popularidad, pues estos hombres, que en casa están bajo el dominio de una tarasca, tienden en la calle a ser conciliadores y obsequiosos. Sin duda, sus temperamentos se ablandan y se hacen maleables en el terrible fuego del hogar conyugal; los gritos de su mujer equivalen a todos los sermones del mundo, en lo que respecta al aprendizaje de la paciencia y de la longanimidad. En un cierto sentido, una mujer bravía puede considerarse como una bendición; si así es, Rip Van Winkle estaba bendito tres veces.

Cierto es que era el favorito de todas las buenas mujeres de la vecindad que, como es corriente entre el bello sexo, se ponían de parte de Rip en todas las dificultades domésticas de éste; de noche, cuando se dedicaban a comentar las ocurrencias de la villa, todas ellas echaban la culpa a la señora Van Winkle. Los chiquillos lanzaban exclamaciones de júbilo en cuanto se acercaba. Los ayudaba en sus juegos, fabricaba sus juguetes, les enseñaba a hacer cometas y canicas, y les contaba extensos relatos acerca de aparecidos, brujas e indios. En cualquier lugar de la villa que se encontrara, estaba rodeado de un grupo de ellos, colgados de sus faldones o de sus espaldas, y haciéndole mil diabluras con toda impunidad; ni un perro de la vecindad le ladraba.

El gran error de Rip consistía en su invencible aversión por toda clase de trabajo provechoso. Eso no procedía de carencia de asiduidad o perseverancia, pues era capaz de pasarse sentado en una roca húmeda, con una caña tan pesada como la lanza de un tártaro, tratando de pescar todo el día, aunque los peces no se dignasen morder el anzuelo ni una sola vez. Con un fusil al hombro, recorría a pie bosques y pantanos durante muchas horas, para matar algún pájaro. Nunca se negaba a asistir a un vecino, hasta para el trabajo más duro. Era el primero en tomar parte en todas las diversiones campesinas, como tostar maíz o construir una empalizada de piedras; las mujeres de la aldea se valían de él para los pequeños servicios y hacer aquellas labores menudas que sus esposos, menos corteses, no querían llevar a cabo. En una palabra: Rip estaba pronto a efectuar cualquier trabajo menos el propio: le era completamente imposible mantener su granja en orden o dar cumplimiento a sus deberes de padre de familia.

Afirmaba que no tenía sentido trabajar sus tierras. En todo el país no se encontraba un predio que contuviera tantas dificultades, en igualdad de tamaño. Todo salía mal y saldría mal, a pesar de cualquier cosa que él hiciera. Su empalizada se derrumbaba sola. Su vaca desaparecía o se metía en la granja vecina. En sus campos crecía más aprisa la maleza que cualquier otra cosa que él plantara. La lluvia parecía empeñada en caer justamente cuando se había propuesto trabajar al aire libre. Por todas estas razones, las tierras heredadas de sus padres se habían ido reduciendo, hasta quedarle sólo una parcela, plantada de patatas y maíz, que a pesar de su reducido tamaño era la granja peor administrada de toda la región.

Sus hijos, por lo descuidados, no parecían pertenecer a ninguna familia. Su primogénito, que se llamaba Rip como él, era su propia estampa y parecía heredar, con los trajes viejos de su padre, todas sus características. Se le veía, generalmente, saltando como un potrillo, al lado de su madre, vistiendo un par de pantalones, cortados de otros viejos del autor de sus días, que sostenía con una mano, con la misma elegancia con que una damisela recoge su larga falda, para evitar que se ensucie, cuando hace mal tiempo.

Sin embargo, Rip Van Winkle era uno de esos felices mortales que, gracias a su innata disposición, toman las cosas como se presentan, comen pan negro o blanco, el que pueda conseguirse con menos dificultades y quebraderos de cabeza y que prefieren morirse de hambre con un penique a trabajar por una libra. Si hubiera estado solo se habría desprendido de todas sus dificultades vitales, pero su mujer no cesaba de echarle en cara su haraganería, su descuido y la ruina que su conducta traía a su familia.

De mañana, al mediodía, de tarde y de noche, aquella mujer no daba descanso a su lengua; cualquier cosa que dijese o hiciera, provocaba, con toda seguridad, un torrente de elocuencia doméstica. Rip tenía un método propio de replicar a estos sermones y que ya se estaba convirtiendo en hábito. Consistía en encogerse de hombros, sacudir la cabeza, bajar los ojos y no decir una palabra. Sin embargo, esta actitud siempre provocaba una nueva andanada de reproches de su mujer, por lo que se veía obligado a retirarse y refugiarse fuera de la casa, el único lugar que corresponde a un marido demasiado paciente.

Sólo un miembro de la familia tomaba partido por él, y era su perro: Lobo, tan perseguido como su dueño, pues la señora Van Winkle consideraba a entrambos como cómplices en la haraganería y hasta atribuía a Lobo el que su marido se perdiera por aquellos andurriales con tanta frecuencia.

Cierto es que, en lo que respecta a las cualidades que deben adornar a un perro honorable, Lobo era tan valiente como cualquier otro animal que hubiera rastreado por los bosques. Pero, ¿qué coraje puede aguantar el eterno terror de una lengua femenina, que nada perdona? En cuanto Lobo entraba en la casa, toda su pelambre caía laciamente por los costados, metía el rabo entre las piernas, se deslizaba como si fuera culpable de algún terrible crimen y con el rabillo del ojo vigilaba a la señora Van Winkle; a la menor indicación de una escoba salía disparado hacia la puerta, aullando lastimeramente.

A medida que pasaban los años, la situación se hacía cada vez más intolerable para Rip Van Winkle; el mal genio nunca mejora con la edad y la lengua es el único instrumento cuyo filo aumenta con el uso. Durante algún tiempo se consolaba, cuando debía abandonar el hogar conyugal, frecuentando una especie de club, abierto a todas horas, formado por todos los sabios, todos los filósofos, así como todas las gentes que no tenían nada que hacer. Mantenían sus sesiones en un banco, delante de una pequeña taberna, cuyo nombre derivaba de un rubicundo retrato de su Majestad Británica Jorge III. Acostumbraban sentarse a la sombra, durante los largos días de verano, hablando sobre las murmuraciones propias de una pequeña ciudad o contando larguísimas y soporíferas historias acerca de naderías. Eran dignos de los tesoros de un hombre de estado los profundos comentarios y discusiones que tenían lugar allí, cuando por casualidad algún viajero les dejaba alguna gaceta anticuada. ¡Con qué atención escuchaban a Derrick Van Bummel leerla en voz alta, arrastrando mucho las palabras! Es cierto que el lector era el dómine del lugar, hombre pequeñito, muy sabiondo y siempre cuidadosamente vestido, que no se asustaba ante la palabra más larga del diccionario. ¡Con qué sabiduría discutían los hechos públicos, varios meses después de ocurridos!

Las opiniones de esta junta de notables estaban bajo la influencia de Nicolás Vedder, patriarca de la villa y dueño de la taberna, a cuya puerta estaba siempre sentado, desde la mañana hasta la noche, moviéndose sólo lo estrictamente necesario para evitar el sol y quedar siempre bajo la protectora sombra de un árbol, con lo que los vecinos deducían la hora por su posición con tanta certidumbre como si fuera un reloj de sol. Es cierto que muy raras veces hablaba, pero en cambio fumaba continuamente su pipa. Sus discípulos (pues todo gran hombre los tiene), sin embargo, le entendían perfectamente y sabían comprender sus opiniones. Cuando se leía o se contaba algo que no era de su agrado, fumaba nerviosamente su pipa, echando frecuentes bocanadas de humo con gesto de enojo; pero cuando le gustaba, inhalaba lentamente el humo y lo lanzaba formando nubes ligeras y plácidas. A veces llegaba a sacarse la pipa de la boca, dejando que el oloroso humo girara en volutas alrededor de su nariz, inclinando la cabeza en señal de perfecto asentimiento.

Su terrible esposa logró expulsar a Rip hasta de este último reducto, pues muchas veces interrumpió la serena tranquilidad de aquella asamblea para expresar su opinión acerca de cada uno de los presentes. Ni el mismo Nicolás Vedder estaba seguro ante la audaz lengua de aquella harpía, que le acusó públicamente de fomentar la haraganería crónica de su marido.

El pobre Rip llegó así a un estado de verdadera desesperación; su única posibilidad de escapar al trabajo en su granja o a las vociferaciones de su mujer, consistía en tomar la escopeta y recorrer los bosques. Allí se sentaba, a la sombra de un árbol, compartiendo el contenido de su mochila con el pobre Lobo, que gozaba de todas sus simpatías por ser copartícipe de sus sufrimientos. «¡Pobre Lobo!», acostumbraba decir, «tu ama te hace llevar una vida de perros, pero no te preocupes, pues mientras yo viva no te ha de faltar un amigo que te ayude». Lobo meneaba la cola, miraba cariñosamente a su amo y si los perros pueden sentir piedad, estoy plenamente convencido de que respondía con el mismo afecto a los sentimientos de su señor.

En uno de estos largos paseos, durante un bello día de otoño, Rip llegó sin darse cuenta a una de las más elevadas regiones de los Kaatskill. Se dedicaba a su pasatiempo favorito: la caza; en aquellas tranquilas soledades, el eco repetía varias veces los disparos de su escopeta. Por encontrarse cansado, se tiró, ya muy entrada la tarde, en un prado cubierto con hierbas de la montaña que terminaba en un precipicio. Desde allí podía divisar hasta gran distancia parte de las tierras bajas. A lo lejos, distinguía el señorial Hudson, que avanzaba majestuosamente, reflejando en sus ondas una nube purpúrea, o el velamen de alguna barca que se deslizaba por su superficie de cristal, para perderse luego en el azulado horizonte.

Por el otro lado se veía un estrecho valle, cuyo suelo estaba cubierto con las piedras que habían caído de la parte superior de la montaña. Los rayos del sol poniente difícilmente penetraban hasta su fondo. Durante algún tiempo, Rip observó distraído la escena; avanzaba la tarde; las montañas empezaban a arrojar sus azules sombras sobre los valles; comprendió Rip que sería completamente de noche cuando llegase a su casa y suspiró profundamente al pensar en lo que diría su mujer.

Cuando se disponía a descender, oyó una voz que lo llamaba: «¡Rip Van Winkle, Rip Van Winkle!» Miró en todas direcciones, pero no pudo descubrir a nadie. Creyó que su fantasía le había engañado y se dispuso a bajar, cuando oyó nuevamente que le llamaban: «¡Rip Van Winkle! ¡Rip Van Winkle!» Al mismo tiempo, Lobo enarcó el lomo y gruñendo se refugió al lado de su amo, mirando aterrorizado hacia el valle. Rip sintió que un miedo vago se apoderaba de él, miró ansiosamente en la misma dirección y pudo observar una extraña figura que subía lentamente por las rocas, llevando una pesada carga sobre los hombros. Se sorprendió al ver un ser humano por aquellas soledades, pero creyendo que fuera alguno de sus vecinos, necesitado de su ayuda, se apresuró a socorrerlo.

Al acercarse, se sorprendió aún más por la extraña apariencia del desconocido. Era un hombre bajo, de edad avanzada, con pelo hirsuto y barba grisácea. Vestía a la antigua usanza holandesa. Llevaba sobre los hombros un pesado barril, que parecía estar lleno de licor; hacía señales a Rip para que se acercara a ayudarle. Aunque desconfiaba algo de su nuevo amigo, Rip acudió con su prontitud habitual y, ayudándose mutuamente, ascendieron por un estrecho sendero, que era aparentemente el lecho de un seco torrente. Mientras proseguían su camino, Rip oyó algunas veces extraños ruidos, como de truenos lejanos, que parecían salir de una estrecha garganta, formada por altas rocas, hacia la cual conducía el áspero sendero que seguían. Se detuvo un momento, pero creyendo que el ruido proviniera de una de esas tormentas momentáneas tan frecuentes en las alturas, prosiguió. Pasando por la estrecha garganta, llegaron a una especie de anfiteatro, rodeado de murallas de piedra perpendiculares, por encima de las cuales se asomaban algunas ramas de árboles. Durante todo el camino, tanto Rip como su compañero habían permanecido en silencio, pues aunque el primero se admiraba de que el segundo llevase un barril de licor a aquellas alturas, había algo extraño e incomprensible en el desconocido que inspiraba respeto e impedía la familiaridad.

Al entrar en el anfiteatro, aparecieron nuevos motivos de asombro. En el centro se encontraba un grupo de extraños personajes que jugaban a los bolos. Estaban vestidos de una manera realmente extraña y anticuada, que se parecía a la del guía de Rip Van Winkle. También sus caras eran peculiares: uno tenía una cabeza larga, una cara ancha y ojillos rodeados de grasa, como los de un cerdo; la cara de otro parecía consistir exclusivamente en nariz, y llevaba sobre la cabeza un sombrero cónico, en cuya cúspide lucía una roja pluma de gallo. Todos tenían barbas de las más diversas formas y colores. Uno de ellos parecía ser el jefe. Era un caballero de edad provecta, muy alto, y cuya apariencia demostraba que había pasado mucho tiempo al aire libre. Aquel grupo le recordaba a Rip las pinturas de la antigua escuela flamenca, que colgaban en el cuarto del párroco y que habían sido traídas de Holanda, en los primeros tiempos de la colonia.

Lo que extrañaba particularmente a Rip era que aquellas gentes, aunque estaban divirtiéndose, ponían unas caras muy serias, mantenían un silencio sepulcral y formaban el más melancólico grupo de personas que Rip hubiera visto jamás.

Nada interrumpía el silencio de la escena, excepto los bolos, que cuando rodaban producían entre las montañas un ruido como de truenos.

Cuando Rip y su compañero se aproximaron, dejaron repentinamente de jugar y le observaron con una mirada tan fija, más propia de una estatua, y un aire tan extraño que el corazón se le dio vuelta y se le echaron a temblar las piernas. Su compañero vertió contenido del barril en grandes copas e hizo señas a Rip para que las repartiera entre los presentes. Obedeció asustado y temblando; los extraños personajes bebieron y continuaron su juego.

Gradualmente desapareció el miedo y la aprensión de Rip. Hasta se atrevió, cuando nadie le miraba, a probar aquella bebida, en la cual encontró el sabor de una excelente ginebra. Como era una naturaleza sedienta, pronto se sintió tentado a repetir el trago. Como no hay dos sin tres, persistió en sus besos a la copa, con tanta asiduidad que finalmente perdió el sentido, le bailaron los ojos, inclinó gradualmente la cabeza y se durmió profundamente. Cuando se despertó, encontróse otra vez en la verde pradera, desde la cual había distinguido por primera vez al extraño viejo. Se frotó los ojos. Era una mañana estival. Los pájaros saltaban entre los árboles. Un águila volaba a gran altura, aspirando el aire puro de la montaña. «Supongo», pensó Rip Van Winkle, «que no habré dormido aquí toda la noche». Recordó los extraños sucesos ocurridos antes de que empezara a dormirse: el desconocido que subía con un barril a cuestas, la garganta entre las montañas, aquel anfiteatro rodeado de rocas, el juego de bolos, la copa. «¡Oh! ¡Aquella maldita copa!», pensó Rip, «¿qué explicación le daré ahora a mi mujer?»

Buscó su escopeta, pero en lugar de su arma bien aceitada y limpia, encontró a corta distancia de donde estaba un caño enmohecido, que tenía roto el gatillo y la culata carcomida. También Lobo había desaparecido, pero era probable que se hubiera escapado detrás de una liebre. Silbó y le llamó por su nombre, pero todo fue en vano: el eco repitió el sonido, pero el can no aparecía por ninguna parte.

Se decidió a visitar el lugar de la fiesta de la noche anterior y a pedir explicaciones a sus ocasionales compañeros acerca de su escopeta y de su perro. Al levantarse, comprobó que sus articulaciones no funcionaban como siempre. «Estas montañas no me convienen», pensó Rip, «y si esta fiesta me ha de obligar a guardar cama con reumatismo, ¡vaya el escándalo que me armará mi mujer!» Tuvo muchas dificultades para caminar, pero al fin llegó al principio del sendero que la noche anterior habían seguido él y su compañero; con gran asombro suyo halló que ahora era un verdadero río montañés, que saltaba de roca en roca, formando cascadas de espuma. Intentó ascender por sus orillas, atravesando con gran trabajo los arbustos, que parecían extender ante él una red impenetrable.

Finalmente, llegó al punto donde se abría la garganta, pero no quedaban ni rastros de aquel camino. Las rocas presentaban una superficie sólida y unida, por la cual descendía el torrente formando una capa de espuma, cayendo en su lecho ancho y profundo. Aquí el pobre Rip no pudo proseguir. Otra vez silbó y llamó a su perro. Nadie le respondió. ¿Qué hacer? Avanzaba la mañana, y Rip sentía hambre, pues no se había desayunado. Le dolía perder su perro y su arma; además temía encontrarse con su mujer, pero no quería morirse de hambre en las montañas. Sacudió la cabeza, se puso sobre el hombro su descabalada escopeta y con el corazón lleno de miedo y ansiedad se dirigió a su casa.

Al acercarse a la villa encontró diferentes personas, todas desconocidas, lo que le sorprendió sobremanera, pues creía conocer a todos los habitantes de aquella parte del país. También la manera como iban vestidas se diferenciaba de aquella a la cual estaba acostumbrado. Todos le miraban con iguales demostraciones de sorpresa y, en cuanto le veían, se acariciaban la barbilla. La constante repetición de este ademán indujo a Rip a hacer lo mismo, y observó entonces con gran asombro suyo que tenía una barba de casi medio metro.

Finalmente, llegó a los suburbios de la villa. Una tropa de chiquillos desconocidos corría detrás de él gritando desaforadamente y burlándose de su barba. Los perros, ninguno de los cuales parecía conocerle, ladraban a su paso. La misma villa había cambiado: era más grande y más populosa. Encontró hileras de casas que nunca había visto; además habían desaparecido muchos lugares familiares. Las puertas tenían inscripciones de nombres desconocidos; se asomaban a las ventanas caras que nunca había visto; no podía reconocer nada. La cabeza le daba vueltas, y llegó al extremo de preguntarse si él o la villa estarían embrujados. Ciertamente este era su lugar natal, del cual había salido el día anterior. Allí estaban los Kaatskill; a una cierta distancia corría el plateado Hudson; cada colina y cada valle se encontraban precisamente donde debían estar. Rip estaba profundamente perplejo. «Esas copas de anoche -pensó- me han trastornado la cabeza».

Lo costó bastante trabajo encontrar el camino hacia su casa, a la que se acercó lleno de sobresalto, esperando oír a cada momento la voz chillona de su mujer.

La casa estaba en ruinas: el techo se había desplomado; no quedaba puerta ni ventana en su sitio. Un perro famélico rondaba por allí. Como tenía un cierto parecido con Lobo, Rip le llamó por su nombre, pero el animal le mostró los dientes y siguió de largo. «¡Hasta mi mismo perro me ha olvidado!», dijo Rip con un suspiro.

Entró en la casa, que, a decir verdad, la señora Van Winkle había mantenido siempre limpia y en orden. Estaba vacía y aparentemente abandonada. Una intensa desolación se apoderó de él. Llamó a gritos a su mujer y a sus hijos. Resonó su voz en los cuartos vacíos y después reinó otra vez un silencio completo.

Echó a correr en dirección a la taberna, pero ésta también había desaparecido. En su lugar se elevaba un edificio de madera, muy amplio, de frágil apariencia, con ventanas irregularmente colocadas, sobre cuya puerta había un letrero que decía: «Hotel Unión, de Jonatán Doolitle». En lugar del árbol, bajo el cual se albergaban los ciudadanos de antaño, había ahora un gran mástil, que en la punta tenía algo que parecía ser un rojo gorro de dormir, además de una bandera, conjunto de estrellas y barras, que era completamente extraño e incomprensible. Reconoció la rubicunda cara del rey Jorge, pero también ésta había sufrido una metamorfosis singular. En lugar de la casaca roja, llevaba otra azul, tenía una espada en la mano, en lugar de un cetro y debajo del cuadro decía en grandes caracteres: general Washington.

Cerca de la puerta se encontraba un grupo de personas, pero Rip no pudo reconocer a ninguna de ellas. Parecía que hubiera cambiado hasta el carácter de la gente. Hablaban con un tono discutidor y gritón, como si estuvieran engolfados en algún asunto importante, en lugar de la acostumbrada flema y soñolienta tranquilidad de antaño. Buscó en vano al sabio Nicolás Vedder, el de la ancha cara, la doble mandíbula y la larga pipa holandesa, que acostumbraba fumar en vez de echar discursos tontos, o a Van Bummel, el maestro de escuela, que les leía en voz alta el contenido de una vieja gaceta. En lugar de aquellas gentes, a las que estaba acostumbrado, un hombre flaco, de aspecto bilioso, echaba una vehemente arenga acerca de los derechos de los ciudadanos, las elecciones, los miembros del Congreso, la libertad, los héroes del 66 y muchas otras cosas más, que para el extrañado Rip Van Winkle sonaban como si se las dijeran en chino.

La aparición de Rip Van Winkle con su larga barba gris, su herrumbrosa escopeta, su traje desarreglado, y una procesión de mujeres y de chiquillos detrás de él, pronto atrajo la atención de aquellos políticos de taberna. Se agruparon a su alrededor, observándole de pies a cabeza con gran curiosidad. El orador se apoderó de él y, llevándole aparte, le preguntó por quién iba a votar. Rip le echó una mirada estúpida por lo inexpresiva. Otro hombrecillo, que se movía ágilmente como una ardilla, le arrastró por el brazo y, poniéndose en puntas de pies, le preguntó al oído si era federal o demócrata. Rip se encontró igualmente imposibilitado de responder a esa pregunta, pues no la entendía tampoco. Un anciano caballero, que se daba mucha importancia, se abrió paso a través de la multitud, apartándola a derecha e izquierda con sus codos, se plantó delante de Van Winkle, y con una mirada que parecía querer penetrarle hasta el fondo del alma, le preguntó en tono austero cómo se le ocurría venir a una elección portando armas, con una muchedumbre detrás de él y si era su intención armar un escándalo en la villa.

-Ay, señores -dijo Rip algo asustado-. Yo soy hombre de paz, nacido en esta villa y fiel súbdito de nuestro señor, el rey Jorge, a quien Dios guarde.

Los circunstantes estallaron en exclamaciones: «¡Un espía! ¡Un refugiado! ¡Fuera con él!» Con gran dificultad, aquel anciano caballero, que se daba tanto pisto, logró restablecer el orden. Con un fruncimiento de cejas, que indicaba una austeridad diez veces mayor, preguntó a aquel malhechor desconocido a qué había venido allí y qué buscaba. El pobre Rip aseguró humildemente que no tenía ninguna mala intención y que venía a buscar algunos de sus vecinos que acostumbraban frecuentar la taberna.

-¿Quiénes son? Nómbrelos.

Rip pensó un momento y luego preguntó por Nicolás Vedder.

Reinó silencio durante un momento, interrumpido finalmente por un anciano, que con voz quebradiza exclamó: «¿Nicolás Vedder? Murió hace dieciocho años. Hasta hace poco tiempo todavía quedaba en el cementerio una tabla con su nombre, pero ya ha desaparecido».

-¿Dónde está Brom Dutcher?

-Ese ingresó en el ejército, al principio de la guerra; algunos dicen que fue muerto durante el ataque a Stony Point; otros que se ahogó durante una tempestad. De todas maneras, nunca volvió.

-¿Dónde está Van Bummel, el maestro de escuela?

-También se fue a la guerra. Ahora forma parte del Congreso.

Al pobre Rip se le subía el corazón a la boca al oír todos estos tristes cambios, experimentados por su familia y sus amigos. Se encontraba solo en el mundo. Todas las respuestas le asombraban por referirse a tan enormes espacios de tiempo y a cosas que no podía entender: la guerra, Stony Point, el Congreso. Ya no tenía valor para preguntar acerca de sus amigos, sino que gritó desesperado:

-¿No conoce nadie aquí a Rip Van Winkle?

-¡Oh!, ¡Rip Van Winkle! -exclamaron algunos-; claro, Rip Van Winkle está allí apoyado en un árbol.

Rip miró y vio una reproducción exacta de sí mismo cuando se fue a las montañas. Por lo que se veía, seguía siendo tan haragán como siempre y su desastrado traje no había cambiado nada. El pobre Rip estaba completamente confundido. Dudaba de su propia identidad y no sabía si él era él o cualquier otra persona. En medio de su confusión, oyó que el anciano caballero le preguntaba su nombre.

-¡Sólo Dios lo sabe! -exclamó sin saber ya qué pensar ni qué decir-. Yo no soy yo. Yo soy otro. Es decir, yo estoy allí. No, es otro que se ha metido en mis zapatos. Hasta anoche, yo era yo, pero me dormí en las montañas y me cambiaron hasta la escopeta. Quiero decir, todo ha cambiado. Yo he cambiado y no puedo decir quién soy ni cómo me llamo.

Los circunstantes empezaron a mirarse los unos a los otros y a hacer girar los dedos sobre las sienes. En voz baja, se dijeron que era mejor sacarle la escopeta para evitar que hiciera algún disparate, al oír lo cual el anciano caballero, que se creía muy importante, retiróse con cierta precipitación. En este momento crítico, una mujer que acababa de llegar se abrió paso a través de la muchedumbre, para poder observar a Rip. Tenía en los brazos un chiquillo de cara redonda, que, al verle, comenzó a gritar. «¡Vamos, Rip! -exclamó ella-, ¡tonto!, ese hombre no te va a hacer daño! El nombre del niño, el aspecto de la madre, el tono de su voz, todo despertó en Rip numerosos recuerdos.

-¿Cómo se llama usted, buena mujer? -le preguntó.

-Judit Gardenier.

-¿Cómo se llamaba su padre?

-Rip Van Winkle, ¡pobre hombre! Hace veinte años que desapareció en las montañas con su escopeta y desde entonces nadie ha sabido más de él. Su perro volvió solo a casa. No sabemos si se mató o si se lo llevaron los indios. Yo era entonces muy pequeña.

A Rip le quedaba tan sólo una pregunta por hacer, la que formuló con voz temblorosa:

-¿Dónde está ahora su madre?

-Murió hace muy poco tiempo. Sufrió un ataque consecuencia de una discusión que tuvo con un vendedor ambulante que venía de Nueva Inglaterra.

Por lo menos con esto oía algo reconfortante. El honrado Rip no pudo contenerse más tiempo. Abrazó a su hija y a su nieto.

-Yo soy tu padre. ¿No conoce aquí nadie al viejo Rip Van Winkle?

Todos se quedaron asombrados, hasta que una anciana salió de entre la multitud con paso tembloroso y, poniéndose la mano delante de los ojos, para ver mejor, exclamó: «¡Claro!, es Rip Van Winkle. ¡Es el mismo! Bienvenido, vecino. ¿Dónde has estado todos estos años?»

Rip acabó pronto de contar su historia, pues para él aquellos veinte años se reducían a una sola noche. Los vecinos se asombraron al oírle referir tan extraña historia; algunos se hicieron mutuamente señas; el anciano caballero que se creía importante y que había vuelto en cuanto pasó la alarma, sacudió la caza, al ver lo cual toda la asamblea hizo lo mismo.

Se decidió preguntar la opinión del viejo Pedro Venderdonk, a quien vieron venir lentamente por el camino. Descendía del historiador del mismo nombre, que escribió una de las primeras crónicas de la provincia. Era él el habitante más viejo de la villa; estaba versado en todos los sucesos maravillosos y tradiciones de la vecindad. Reconoció a Rip enseguida y corroboró su historia de la manera más satisfactoria. Aseguró a los presentes que era un hecho, transmitido de padres a hijos, que los Kaatskill habían sido siempre refugio de extraños seres. Se afirmaba que el gran Hendrick Hudson, el descubridor del país y de la comarca, mantenía allí una especie de vigilancia, visitando la región cada veinte años y vigilando el río y la gran ciudad que llevaba su nombre. El padre de Vanderdonk los había visto una vez, en sus antiguos trajes holandeses, jugando a los bolos, en un rincón de la montaña; él mismo había oído una vez durante el verano el ruido de sus juegos, que sonaban como truenos lejanos. Los circunstantes se dispersaron y volvieron a la elección, que era más importante. La hija de Rip le llevó a su casa a vivir con ella: habitaba un elegante chalet bien amueblado que compartía con su marido, un hacendado enérgico y optimista, a quien Rip reconoció como uno de los chiquillos que acostumbraban jugar con él. En lo que respecta al hijo y heredero de Rip, que era la misma estampa de su padre, y que éste había visto apoyado en un árbol, se decidió emplearlo en trabajar la hacienda, pero demostró una predisposición hereditaria a preocuparse de sus propios asuntos.

Rip reanudó sus viejos paseos y costumbres; pronto encontró muchos de sus antiguos compañeros, aunque el tiempo no los había hecho mejores, por lo cual nuestro personaje prefería hacerse amistades entre la joven generación, que pronto le consideró uno de sus favoritos.

No teniendo nada que hacer en casa, y habiendo llegado a aquella feliz edad en que un hombre puede impunemente dedicarse a la holgazanería, ocupó una vez más su lugar en el banco de la taberna, donde se le reverenciaba como uno de los patriarcas de la villa y una crónica viviente de los viejos tiempos «antes de la guerra». Pasó algún tiempo antes de que pudiera encontrar el método actual de murmuración o pudiera comprender los extraños hechos que habían ocurrido durante su sueño: la guerra, la liberación del yugo de Gran Bretaña y la circunstancia de que ahora, en vez de ser un súbdito de su majestad Jorge III, era un libre ciudadano de los Estados Unidos. Rip no era ningún político; las transformaciones de los Estados y de los imperios le hacían muy poca impresión; había una especie de despotismo bajo el cual había gemido durante muchos años: la dictadura de las faldas. Felizmente, eso había terminado, había logrado sacudir el yugo del matrimonio, y podría entrar y salir sin temor a la tiranía de la señora Van Winkle. Cuando se mencionaba su nombre, sin embargo, meneaba la cabeza, se encogía de hombros y bajaba la vista, lo que podía pasar por una expresión de resignación ante su suerte o de alegría por su liberación.

Acostumbraba contar su historia a todos los extraños que llegaban al hotel de Doolittle. Al principio, algunos oyentes observaron que variaba en diversos puntos, lo que se debía indudablemente a que acababa de despertarse. Finalmente llegó a contarle exactamente cómo yo lo he relatado aquí; todo hombre, mujer o niño de la vecindad lo conocía ya de memoria. Algunos pretendían dudar de la realidad de la narración e insistían en que Rip había estado loco. Sin embargo, casi todos los viejos habitantes holandeses de la villa le daban entero crédito. Hoy mismo, en cuanto oyen truenos, en una tarde de verano, alrededor de los Kaatskill, dicen que Hendrick Hudson y su tripulación están dedicados a jugar a los bolos; en la vecindad, cuando un marido a quien le ha tocado una mujer demasiado dominadora siente lo pesado de su situación, desea beber un buen trago de la misma copa de Rip Van Winkle.

NOTA. -Es de sospechar que el relato anterior haya sido sugerido al señor Knickerbocker por una superstición alemana acerca del emperador Federico Barbarroja y las montañas de Kiffhäuser. Sin embargo, la nota agregada a este relato demuestra que es un hecho referido con su usual fidelidad: «La historia de Rip Van Winkle puede parecer increíble a muchos, a pesar de lo cual la creo verdadera en todos sus puntos, pues nuestras colonias holandesas han sido siempre escenario de hechos y apariciones maravillosas. Yo mismo he escuchado historias más extraordinarias que ésta en las villas situadas a lo largo del Hudson, todas las cuales eran tan auténticas que no admitían la más mínima duda. Yo mismo he hablado con Rip Van Winkle, quien, cuando le vi por última vez, era un venerable anciano, tan perfectamente lógico y consistente en todos los puntos, que no puedo suponer que ninguna persona consciente pudiera negarse a creerle. He visto un certificado del juzgado de paz sobre esta materia, firmado con una cruz, en la propia caligrafía del juez. Por consiguiente, la historia está fuera de toda duda.»

D. K.

Post scriptum. -En lo que sigue transcribimos algunas notas de viaje del señor Knickerbocker:

«Las montañas Kaatsberg o Catskill, como se llaman ahora, han sido siempre una región legendaria. Los indios creían que allí moraban los espíritus que reinan sobre el tiempo, que esparcen las nubes o los rayos del sol, y que conceden abundantes o escasas estaciones de caza. Estaban sometidos a un viejo espíritu femenino, que, según ellos, era su madre. Esa mujer se aposentaba en el pico más alto de los Catskill, desde donde abría y cerraba las puertas del día y de la noche, siempre a la hora conveniente. Suspendía la luna nueva en los cielos y transformaba las otras en estrellas. En los tiempos de sequía, si los sacrificios que se le ofrecían eran de su agrado, hilaba ligeras nubes de verano, con telas de araña y rocío de la mañana y las mandaba a las crestas de las montañas, copo por copo, como si fuera algodón cardado, flotando en el aire, hasta que, disolviéndose por el calor del sol, descendían a la tierra en suaves lluvias, que hacían renacer los pastos, madurar los frutos y crecer rápidamente el maíz. Si, por el contrario, las ofrendas no le placían, soplaba nubes negras como la tinta, sentándose en medio de ellas, como una araña en medio de su red, y cuando estas nubes descendían, ¡ay de los valles!

»En tiempos antiguos vivía una especie de Manitú o espíritu que tenía su morada en lo más recóndito de los Catskill y que se complacía en hacer toda clase de males a los pieles rojas. Algunas veces tomaba la forma de un oso, una pantera, o un ciervo, y conducía al extrañado cazador por intrincados bosques o entre peñascales, hasta que el piel roja se encontraba al borde de un precipicio o de un impetuoso torrente.

»El escondite favorito de este Manitú se muestra todavía hoy al excursionista curioso. Es una gran roca, que por la vegetación silvestre que la adorna se llama el Jardín Rocoso. Cerca se encuentra un pequeño lago. Los indios respetaban mucho este lugar, tanto que el más audaz cazador no perseguía su presa hasta allí. Sin embargo, uno, perdido en las montañas, penetró una vez en él, donde recogió un bejuco de los que crecían en aquel lugar. En su prisa por abandonar el paraje, lo dejó caer entre las rocas, donde se formó un gran río que le arrastró entre precipicios, deshaciéndole en pedazos y abriéndose camino hasta el Hudson, hacia el cual va fluyendo hasta el día de hoy. Trátase del mismo río que se conoce con el nombre de Kaaters-kill.»