martes, 20 de diciembre de 2011

Los Caballos Azules de Ricardo Menendez Salmón


Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) es escritor y licenciado en Filosofía. Ha publicado el libro de relatos Los desposeídos, las novelas La filosofía en invierno (KRK Ediciones), Panóptico (KRK Ediciones) y Los arrebatados (Ediciones Trea) y el ensayo sobre política y estética Crematorio bajo la clepsidra: la poética de Adolf Hitler. Este cuento ha resultado ganador del Premio Internacional Juan Rulfo del Instituto de México en París y Radio Francia Internacional (2003).



FUENTE : http://www.circulolateral.com
Una Propuesta de Ana Muñoz.

Los caballos azules
RICARDO MENENDEZ SALMÓN

I
Tantos días llevo despertando llamándome Fabiani, que a menudo olvido quién soy en realidad.
Sin embargo, por debajo del nuevo nombre, que no sólo vive en labios de los demás y en la superficie de los espejos, sino en cierto documento que guardo en un escriño lacado, justo a la altura del corazón, algo subsiste todavía de la vieja calavera con que un lejano febrero de 1960 vine al mundo, y en ocasiones, casi por sorpresa, como si descubriera a un intruso dormitando entre las sedas de su alcoba, Fabiani se ruboriza al atarse los cordones de los zapatos con un gesto que no es suyo, sino que pertenece al otro, a Jofra, el primer y legítimo morador de esta prisión.
Anoche mismo, mientras me sacaba la camisa por la cabeza, comprendí que ese acto resultaba inapropiado para el Fabiani que ahora reina en mi carne, un hombre que desabotona sus camisas sosegadamente, como si estuviera componiendo música, pero que era plausible en el Jofra que quedó olvidado a ocho mil kilómetros de distancia, al otro lado del océano.
Incluso María Alicia me supo distinto, pues mirando los brazos que aleteaban por encima de la cabeza, como pájaros atrapados en una danza confusa, anunció con más sorpresa que reproche en la voz:
-Jamás te había visto con tanta prisa por tumbarme en la cama.
Así que cuidado. Nadie debe sospechar que, bajo la piel de Fabiani, aún respira un poco de Jofra. Ellos no me lo perdonarían.

II
Alguien, quizás un monje chiflado de la Edad Media, supuso que los nombres no son más que soplos de aire, flatus vocis, vanidad nacida de una laringe caprichosa.
Si hoy aquel hombre fuera Fabiani, sabría que se equivocaba. Porque el perdido nombre de Jofra estaba repleto de sentidos. Y el tendero, mi suegra y los apostadores del hipódromo respondían ante él con actitudes precisas, actitudes que nombres como Ramírez, Noriega o Salcedo hubieran convertido en inútiles farsas.
Los nombres, como amos brutales, llevan a la realidad atada de una correa, trastabillando o al galope, a veces enredándose en los pies del que camina, a veces sorteando charcos y basuras, a veces alegre y descuidada como un cachorro que juega con un moscardón.
Cuando Jofra se convirtió en Fabiani, su nombre quedó borrado de la memoria del mundo junto a multitud de cosas tangibles, como una ciudad frente al mar y una casa flotante en el borde de la playa, por no hablar de amores, credos y pasatiempos. Al morir, Jofra dejó una viuda inconsolable, quemó una pila de libros firmados por Marx y Gramsci, destruyó en un santiamén veinticinco años de fascinación por el ajedrez.
Pues debe ser dicho ya, sin ambages ni demoras, para que se entienda de una vez y para siempre, que Fabiani nació frisando los cuarenta y soltero, fascista por vocación, jugador de naipes franceses.

III
Lo más duro fue acostumbrarse a vivir sin el consuelo del mar.
Cómo no añorar el eterno vaivén de las olas contempladas desde la ventana, el vértigo de la brisa en la cara cuando el viento sopla hacia el interior, los belfos de la espuma en la noche, como islas de cornejo lamiendo una tierra opaca y negra.
Pero la añoranza es mala consejera, y en mi trabajo no valen nostalgias ni el candor de una patria natal. Así que incluso me arrancaron eso, los aromas de la sal y de las algas, para parirme completo, conciso, exacto como la maquinaria de un funesto reloj de cuco: Andrés Fabiani, metro ochenta de estatura, perito en joyas, jamás aprendió a nadar.

IV
Hace tiempo, María Alicia tuvo una hija con un africano que un día desapareció de su vida. La niña se llama Aurora, y aunque su nombre es una paradoja resulta hermoso, cada domingo por la mañana, cuando todavía los ojos no se han acostumbrado a la claridad, llamar a Aurora y ver entrar en la habitación su cabecita oscura, como un gran copo de nieve sucia.
Yo siento que Aurora está más cerca de Jofra que de Fabiani, pues a Fabiani no le gustan los mestizos y a Jofra el color de la piel le resultaba indiferente. No obstante, Fabiani tolera a la niña con paciencia, casi con placer de padre putativo. Así es que, para no comprometerme, he decidido que a partir de hoy buscaré un motivo para reñirla todos los días. Y si es posible incluso le propinaré de vez en cuando una bofetada ruidosa, con mi diestra obscena y rotunda, armada como un aspa de molino.

V
Lo primero que me entregaron fue un revólver con cachas de nácar, instrucciones acerca de un puñado de hombres, un lugar en los mapas donde pudrirme en silencio y sin prisa.
Después alquilaron una oficina en cuya trastienda tendí un catre de campaña e instalé una pequeña cocina, llenaron el frente de vitri,nas con sortijas, pendientes y dijes, me asignaron dos empleados industriosos como arañas y colgaron en la entrada un rótulo que reza
JOYAS FABIANI
COMPRA Y VENTA DE ORO
El día quince de cada mes envían dos cheques. Uno para mí; el otro para satisfacer el alquiler del negocio. Desconozco quién y cuándo paga a los empleados, pero nunca se quejan, y siguen devanando el hilo de su rutina en completa calma, con una terquedad que no deja de asombrarme.
Dijeron que me vigilarían, pero que nunca sabría cómo. Dijeron que querría escapar, volver a ser Jofra, pero que no hallaría rastro alguno de mi antigua vida. Tenían razón. Una tarde, por puro capricho, mientras me buscaba la cara en un pocillo de café rancio, llamé a mi número del otro continente y pregunté por mí mismo. Y aunque juraría que la voz que me respondió fue la de Laura, la viuda de Jofra, lo único que supo o pudo o quiso decirme, con un acento que de pronto reconocí ajeno e insondable, fue que nadie llamado así vivía en aquella casa.
No volví a intentarlo. Una vida acabada es imposible de rehacer. Sería como pretender desecar el mar a cucharadas.

VI
Por aquel entonces fue cuando me tropecé con María Alicia.
Una noche, al cerrar la joyería, la hallé con la nariz pegada al escaparate, contemplando con arrobo un camafeo con un busto de princesa en su centro.
Quizás ella sea un cebo, otro lazo más para que Fabiani siga siendo Fabiani hasta que un día, cuando muera definitivamente y sólo sea un puñado de polvo y furia aplacada, ellos decidan con qué nombre habré de reposar bajo una recoleta lápida de pórfido blanco.
Poco importa si así fuera. Cuando Jofra tuvo su primera muerte, también murió su capacidad para amar. Lo que hoy queda de aquel sentimiento apenas si es un vago rescoldo, una sombra sin cuerpo, un paréntesis entre palabras hermosas. De modo que todo lo que espero de María Alicia es calor durante el invierno, consuelo en la enfermedad y, por qué no decirlo, algún sucedáneo de la ternura si es que llegamos a compartir la vejez o el hambre.

VII
Es probable que para hacer comprensible esta historia, para poder moverse en el tiempo de la narración con un mínimo de certidumbres, para disponer de un norte y un sur, un arriba y un abajo, un ahora y un entonces, yo debiera contar cómo y por qué Jofra se convirtió en Fabiani, qué motivos pudo tener un hombre como aquél para transformarse en su antítesis, su antípoda, la máscara innoble de todo lo que un día fue, pero una de las consecuencias (y la más cruel esclavitud) del cambio de nombre consiste precisamente en la necesidad de olvidar.
Fabiani no recuerda los motivos por los que antes fue Jofra y pensaba y actuaba como tal. Es como si hubiera ingerido un mágico bebedizo que borrase casi por completo la memoria de lo que antaño hizo. Así que en estas páginas me limito a tomar nota de ese mudo asombro y contar con sencillez, al estilo Fabiani, sin inútiles digresiones, qué hago, dónde vivo, con qué sueño por las noches al acostarme, qué siento al saber que he sido, al menos, dos hombres distintos.

VIII
Mi contacto es un hombre llamado Solomón. Se trata de un hombre culto, amable, jovial cuando la situación lo requiere. Suele vestir ropas claras y le encantan los sombreros panamá. No lleva anillos ni se perfuma los cabellos. Tiene una boca carnosa y blanda, parece que siempre estuviera haciendo buches de agua.
A menudo Solomón acude a la tienda, y tras curiosear entre la mercancía y conversar con los empleados pasa directamente al almacén, donde se tumba en mi cama mientras preparo café y escucho sus órdenes.
Otras veces voy a ver a Solomón a una dirección de las afueras. Como Fabiani no sabe conducir (Jofra incluso pasó contrabando en camiones durante su juventud), acudo a esas citas en taxi, apeándome a tres o cuatro cuadras de mi destino, y paseo luego por calles sin asfaltar, llenas de trastos de chamarilero y canalones reventados, antes de enfrentarme al galpón húmedo y hueco, abandonada fábrica de tractores donde Solomón, sentado tras una mesa de roble, reina entre montañas de cartapacios y unos pocos ábacos de madera.
Los ábacos sirven para llevar la contabilidad de la empresa. Solomón me explicó un día su método: las bolas amarillas, que son mayoría, representan a los hombres que hay que matar; las bolas verdes, cuyo número no excede de treinta, a los hombres encargados de hacerlo; las bolas azules son los trabajos llevados a cabo con éxito.
Inocentemente, en una actitud más propia de Jofra que de Fabiani, le pregunté qué sucede con los encargos fallidos.
-Esa posibilidad ya fue contemplada -contestó con frialdad-. Si una bola verde hace mal su trabajo, se convierte de inmediato en una bola amarilla. Así que basta reclutar otra bola verde para que la plantilla se equilibre de nuevo.
Muy raras veces, Solomón viene a casa de María Alicia para compartir con nosotros una merienda frente al televisor. Siempre se muestra distante con Aurora, y aunque le trae barquillos, colgantes de azabache y muñecas vestidas de franela roja, en sus ojos late una mirada de rencor hacia la niña.
Siento entonces cómo Jofra revive por un segundo y desearía romperle la espalda al intruso, pero al instante Fabiani impone su propósito de recordarle a la pequeña Aurora qué significado tiene la palabra disciplina, y qué dura e ingrata tarea es la de llevar puestos los pantalones en un hogar.

IX
La inteligencia es hija de la costumbre.
Solomón me habla de bolas verdes que al principio carecían de cualquier talento para su trabajo y que ahora, con el discurrir de los años, se han convertido en irremplazables.
Acostumbro entonces a preguntarme si dentro de mí existe algún instinto para matar. La respuesta es casi siempre negativa. Lo curioso del caso es que las raras ocasiones en que encuentro en mi cuerpo un soplo de violencia y carácter para la muerte, es en los momentos en que Jofra parece asomar un poco la cabeza, como un pato de feria en las barracas de tiro, antes de volver a esconderse tras el estruendo del disparo.
Nunca se lo he confesado a Solomón, pero tengo la sospecha de que es Jofra y no Fabiani quien cumple las órdenes que me encomienda.
Ayer, por ejemplo, tuve que llevar a un hombre hasta el macelo para una ejecución. El hombre era un tramposo y le había citado allí con las artes de Fabiani, persuadiéndolo con engaños y vanas esperanzas, hablando con él en su misma lengua. Yo era consciente, mientras charlaba por teléfono y tramaba así su futura muerte, de que era Fabiani quien estaba cumpliendo a la perfección su trabajo. Pero una vez en el macelo, cuando el hombre comprendió y supo, cuando empezó a gimotear implorando piedad, cuando la cobardía le subió a los ojos como una fiebre terrible y fue incapaz de morir sin suplicar, noté que Fabiani vacilaba y exudaba un humor triste, que mi mano temblaba como cuando el alcohol le falta a un borracho. Entonces, por un instante, sentí que el pato asomaba su cabeza, que su pico y su plumaje resplandecían en el teatro del macelo, y todo volvió a ser tan fácil como respirar. Cada cabeceo del pato significó un disparo. Cuatro cabeceos, cuatro disparos.
Y luego vino la calma de llamarse Fabiani otra vez, las manos en los bolsillos, el macelo con su cadáver a mis espaldas, el regreso a la ciudad sin prisa ni miedo, entonando una cancioncilla militar, una marcha de sangre y conquista que a Jofra jamás se le hubiera ocurrido tararear, ni siquiera mientras defecaba en el excusado de un bar de carretera.

X
Fabiani tuvo una infancia que no consigo recordar. En algún lugar, hacia el sur de este país, viven sus padres en una explotación ganadera. Tiene dos hermanas a las que nunca he visto, pero que periódicamente envían postales en las que hablan de los progresos en la escuela de mis sobrinos.
Al poco de ser Fabiani, una madrugada en que el sueño no llegaba, encontré en un apolillado traje de fiesta una fotografía amarillenta, con marcas de ceniza, que los jefes de Solomón pasaron por alto. Era una vista de las montañas de Asturias, allá en España, en la que una pareja joven, abrazada ante un farallón calizo, sonreía al mágico dispositivo de la lente.
Atrapados en un clic eterno, ahí quedaron ambos para siempre, imborrables, intolerables, insólitos: la muchacha un poco regordeta, vistiendo un traje ajustado y con un jersey sobre los hombros; el muchacho delgado y coqueto, con patillas en forma de hacha y el puño derecho cerrado a la altura de la sien.
Aquel muchacho, anclado en las tinieblas del pasado, se parecía increíblemente a Fabiani. Bastaría con robarle veinte años al tiempo y, acaso, susurrarle al oído el nombre de Jofra, para que de su clepsidra inagotable manara un venero de esperanza.

XI
Nada de cuanto hay en el mundo existe por sí solo. El secreto de la vida radica en la necesidad de los contrarios. La dialéctica es la gran madre nutricia. Definir el calor como ausencia de frío o la enfermedad como falta de salud; sumar al sueño la vigilia para completar el tiempo de un hombre; narrar a las gentes que pasaron para comprender a las gentes que nos rodean.
Y es que esta mañana, cuando Solomón telefoneó para encargarme un trabajo en Lisboa, comprendí lo caprichoso de mi destino, asumí la mitad especular de mi existencia, me admiré del mágico gozne sobre el que hoy se articula mi ser. Porque Jofra, por razones que hoy habrá olvidado (los encantos de su gastronomía, la vida de un gran poeta, la peculiaridad de ese país que vive arrinconado contra el mar), siempre quiso conocer Portugal, pero sólo ahora, cuando soy Fabiani y no me gustan los portugueses, ni su acento nasal, ni su triste historia de corsarios venidos a menos, podrá aquella alma marchita saldar una cuenta largo tiempo pendiente.
Éste es mi exilio y mi reino, acaso mi cruz: yo soy la carne de dos, el anhelo de dos, el ojalá y el asco de dos; yo viviré el doble aunque sólo pueda gozar la mitad, pues aunque me han dado dos corazones para la aflicción y dos cerebros para el ensueño, tengo el sentimiento amputado.

XII
Volando en primera clase, los párpados pesados como aceite, miro los tobillos de las azafatas y busco requebrarlas con la mirada. Y aunque fracaso, aunque ni siquiera recibo como consolación la estudiada sonrisa de las academias de vuelo, experimento un intenso placer al pensar en este raro prodigio, aquí, a nueve mil pies de altura, mientras Montevideo se va pareciendo a un saurio que se retuerce en su osamenta de hierro, mientras los trigales de Sudamérica perfilan de amarillo el mediodía estival, mientras el ardor de una copa de tinto me deja un sabor áspero y acre en la garganta, como si hubiera lamido un guijarro.
Aquietado tras su mesa de roble, la voz engolada y dulce, Solomón gusta de repetir un viejo dicho de la Cábala: "Conviene no jugar al espectro, pues se corre el riesgo de llegar a serlo".
Yo contemplo a mis compañeros de viaje y me asombro de su ceguera. Porque fui otro hombre, tengo hoy el raro privilegio de saberlos espectrales, cáscaras vacías, vanos fantasmas encarnados en humo, miseria, aplazada extinción. Eso son para mí, cárceles sobre zapatos, esclavos en una lóbrega caverna, como esos niños que vuelan por vez primera y disputan por mirar a través de la ventanilla; como esa pareja que se toma de las manos y se jura fidelidad eterna; como ese matrimonio que lee revistas atrasadas y elude mirarse a los ojos. Todas vidas únicas e irrepetibles pero condenadas al tedio, sacos de migraña y dispepsia, comedores de frutas de temporada y pescados en salazón.
¡Ah, los mortales!

XIII
Lisboa se parece a la ciudad que yo imaginaba. Un raro temblor recorre sus calles: la esperanza, a menudo satisfecha, del reencuentro con el mar.
Me hospedo en una recoleta pensión desde la que diviso, imponente y seductor, el castillo de San Jorge, con los adarves de sus murallas repletas de hormigas pululantes: españoles, italianos, franceses que vienen a orillas del Tajo a cumplir un rito de paso.
Cuando la he llamado para preguntar por Aurora y pedirle que cuide del negocio, María Alicia ha llorado sin reproches ni acritud, con la indolencia de quien sabe que el olvido es una estrategia del vivir. Y aunque Solomón me cubre las espaldas con la confusa coartada de una reunión de joyeros en la otra orilla del Atlántico, adivino su sospecha de que algo raro sucede en mi vida.
Después de todo puede que María Alicia sea una mujer real, de carne y hueso, que el azar ha puesto en mi camino para beneficio de mi cuerpo y consuelo de mi corazón, aunque al irme a la cama esta noche, mientras las gabarras pitan en el río y una cantante devana el hilo insomne del fado bajo mi ventana, me asalta la imagen de Solomón tumbado en el camastro de la tienda, acariciando con repugnancia el pelo de Aurora mientras con su mano libre, hurtada a los ojos de la niña, pasea sus dedos bajo las bragas de María Alicia.

XIV
Tengo la certeza de que este sueño no me pertenece, de que es propiedad de Jofra. Tengo la certeza de que la imagen de los cuatro caballos azules es patrimonio suyo, una porción de su memoria cautiva.
El sueño es siempre idéntico y comencé a tenerlo el pasado invierno, cuando las lluvias anegaron Montevideo durante semanas.
Sueño con dos machos enormes, de brillante pelaje, que rumian una hierba asperjada de rocío. A su lado, una pareja de pequeños potros contempla a los grandes caballos con una expresión que, si no fuera por la paradoja que encierra dicho calificativo, me atrevería a llamar humana. En un determinado momento ambos machos levantan la cabeza, y con sus belfos todavía húmedos de hierba me miran de frente a los ojos, mientras los contemplo desde la butaca del sueño. Entonces se dan la vuelta y comienzan a trotar seguidos por sus crías, alejándose de mí.
Sé que al final de ese trote espera un precipicio, un abismo al que se van a arrojar relinchando angustiados. Es entonces cuando despierto. Y aunque los caballos se han ido, su relincho y su agrio olor a bestias siguen ahí, emboscados en las paredes del cuarto como una advertencia ominosa.

XV
Esta tarde, en el restaurante Martins de Arcada, bajo las marquesinas devoradas por la humedad, he vuelto a fumar. De pronto, mientras el camarero me servía un chablis, me he descubierto pidiéndole un cigarrillo que él mismo ha encendido con mano firme.
Luego he arrastrado mi angustia en dirección al Cais do Sodré, con el estómago revuelto y la cabeza confusa, como si el humo inhalado hubiera ascendido hasta mis ojos.
He contemplado a las putas en sus sillas de tijera con el ánimo encogido, asustado ante mi propia fatalidad. Las he visto devorar empanadas de carne con un placer de cosa antigua, como si fueran animales en una covacha infecta, mientras bajo sus faldas de polisón se oculta una emoción indomeñable.
¿Qué verdugo alienta en mi ser que me arroja a costas y costumbres que un día conocí y amé bajo otro nombre? Hay algo espantoso en el hecho de un hombre que fuma sin noticia alguna de su deseo, poseído por una voluntad ajena. Y por eso, porque no tengo memoria de Andrés Fabiani fumando un sahumerio oloroso, venido de países lejanos, he llorado con más pavor que desconsuelo al penetrar en una tabaquería de la plaza Folgueira para pedir, con acento de connoisseur y voz grave, un paquete de tabaco de Sumatra.

XVI
Decir que hoy he visto al hombre sería una exageración. Es cierto que he seguido su rastro (un abrigo de espigas inadecuado para el tiempo actual, el resonar de unas botas negras, una gorra de lana inglesa sin visera) durante casi una hora, pero en ningún momento he llegado a verle la cara.
Anoche Solomón telefoneó para darme su dirección y prevenirme. Pero ha conseguido escabullirse, moviéndose con agilidad felina por las calles empinadas del Chiado, hurtándose a mi mirada cada vez que un tranvía se lo permitía, esquivándome con pericia de acróbata todas las veces que he confiado en la ayuda de un escaparate para descubrir un visaje de su rostro. En el último instante, entre el gentío del transbordador y el color azufroso que desprende el río, he alcanzado a ver su silueta imprecisa bajo el crepúsculo, como una sanguina difusa: una figura acodada en el barco al Cristo de Almada que, quitándose la gorra, me ha saludado desde la lejanía, como burlándose de mi incapacidad.
Y por un momento he sentido que era mi propia mano la que se agitaba allá a lo lejos, como si estuviera viendo una película hecha por un orfebre demoníaco, nacido para avergonzarme.

XVII
En el transbordador a Almada se confunden los turistas de paso con los lisboetas que viven en la otra margen del río. El portugués tiene un carácter acariciador y domesticado pero lleno de orgullo, pareciera nacido no tanto para la servidumbre como para la devoción y el afecto. Uno siente confianza ante su voz pausada y melosa; apetece confiarse a esos hombres morenos y pulcros, negligentes como caballeros andantes; apetece confesarles filias y fobias, nuestros cotidianos escarnios, las luchas que nos devoran.
Llegado a Almada, me mezclo en su trajín cotidiano. En una esquina del bazar un chiquillo negro, de piel lustrosa aunque llena de cicatrices rosadas, me toma de la manga de la chaqueta con fuerza. Al principio no comprendo su insistencia, pero al rato advierto que desea que le siga. A nuestro alrededor se han ido congregando un puñado de mirones ociosos. El chiquillo me arrastra a través de las tiendas donde cabe todo el asombro humano: el abigarrado perfil de los alimentos y los vestidos; la oscura fascinación por lugares remotos cifrados en mapas, astrolabios o cimitarras; la insidiosa presencia de objetos robados en comercios y domicilios, por manos sabias y perdurables.
Sin soltarme de la manga, el niño me conduce hasta una casona de finales del XIX, un desolado palacete, reconvertido en hospedaje, de cuyos muros hace muchos años sin enjalbegar penden pajareras azules y afiches de futbolistas de la selección nacional. Entramos en un portal umbrío y fresco donde un viejo, que fuma sentado en una silla sin respaldo, pega un brinco al verme y suelta una blasfemia irreproducible. Crispo la mano dentro del bolsillo y aprieto la pistola. Es un acto reflejo, pero me hace sentir seguro.
Después, por espacio de diez largos y confusos minutos, el hombre, de quien sólo alcanzo a comprender que se llama João y es el propietario del establecimiento, me habla en un tono obsceno, tan alejado de la habitual amabilidad de sus compatriotas que, por un momento, imagino estar en otro país. Sólo al final de su discurso, cuando se escabulle camino de la cocina y vuelve con unos papeles que mueve ante mi cara, comprendo lo que sucede.
Es difícil hallar palabras que expresen la suma insólita de sensaciones que su revelación me produce. Quizás estupor sea el término que mejor convenga ante semejante descubrimiento. Porque lo cierto es que lo que don João mueve ante mis ojos corresponde, respectivamente, a una factura de cuatro días sin satisfacer, que comprende alojamiento más desayunos, junto a una fotocopia de un documento de identidad que me deja clavado en un punto sin retorno, como una ballena varada en una playa de frambuesa. Y es que entre los gordos dedos del casero, recorridos por el amarillento beso de la nicotina, advierto el nombre de Juan Carlos Jofra y la fotografía de mi propia cara.

XVIII
Es común pensar que un hombre sin identidad no es nada. Pocas veces sin embargo se ha reflexionado sobre lo que sobrevive de humano en alguien que posee más de una identidad, o una identidad impostada. En este caso, no creo que el defecto sea menos terrible que el exceso.
De regreso a Lisboa, el Tajo me parece un espejo deformante, uno de esos artilugios nacidos para el espanto humano. Mucho se ha escrito sobre la monstruosidad de los espejos de azogue, pero todos ellos se quedan cortos ante un espejo carnal, óseo, incorruptible a los azares de una pedrada lanzada por un niño. Quien me mira desde las aguas que corren hacia el Atlántico, a despecho de su turbio fondo legamoso y opaco, es Juan Carlos Jofra, llegado desde el otro lado del tiempo para apoderarse de mis reservas de cordura. Qué poco pueden todas las pistolas del mundo ante semejante heraldo, es algo que no me es dado expresar.

XIX
Esta tarde he comprendido que, en un mundo de pesadilla, la gracia no se concede. Se conquista.
Por eso corro hacia el transbordador de Almada, para reapropiarme de la estancia donde alguien llamado Juan Carlos Jofra pasó cuatro días. Al verme de regreso don João me recibe enfurruñado, pero veinte mil escudos de anticipo y una caja de vino de Madeira comprada en un colmado transforman su cólera en una genuflexión. Su boca airada y mendicante se extiende ahora, plácida y carnosa, en una sonrisa de beneplácito, la máscara de los siervos.
Entro en la habitación que fue del supuesto Jofra con una mezcla de escrúpulo y devoción: escrúpulo porque el sicario que llevo dentro me ha impuesto esta disciplina del músculo y la inteligencia hace tiempo; devoción porque siento que es en un lugar conocido, una suerte de patria natal, donde ahora ingreso.
Lo primero que hago es tumbarme en la cama y dormir cuatro horas con las ventanas abiertas, llenándome del olor a Jofra que todavía rezuman las paredes de la habitación. Lástima que las sábanas estén frescas y planchadas. Me hubiera gustado hallar, siquiera fuera remotamente, un rastro de su piel en los algodones.
Al despertar he rebuscado en cada centímetro de la estancia, he mirado debajo de la cama, en el fondo de los armarios, he revisado cada rincón donde alguien hubiera podido guardar un secreto. Un minúsculo poso de ceniza ha quedado olvidado en una esquina, junto a la ventana. Imagino a un hombre sin rostro, o con mi propio rostro, o con todos los rostros acaso, vuelto del pasado, venido de la nada, acodado en la ventana de Almada mientras piensa en otro hombre, su sombra o su perseguidor o aquel a quien persigue. Puedo sentir cómo fuma, ahí, en pie, conciso, completo, hurtado a la prisa, cautivo en la casa de don João como un actor que espera su turno entre bambalinas para recitar su parlamento, dejándose invadir por el sabor del tabaco, jugando a ser alguien, un resucitado quizás, un ladrón del tiempo seguramente, un sosias o doble o absurdo doppelgänger llegado del más lejano país, el de los muertos, para musitar en mi oído antiguas palabras.
Me pregunto que tendrá Solomón que decir de todo esto, qué respuesta exacta hallará en su macabro ábaco. Pero no le llamaré. No quiero otra mentira ni más añagazas en esta historia. Ya no me importan sus razones de contable. Sobre todo ahora que fumando en la ventana mi odiado tabaco de Sumatra, ése que me pone una arcada en la boca y una sensación de ahogo en el pecho, cuando ya no sé si soy Fabiani o Jofra o la suma insólita de ambos, he comprendido que hace un rato, mientras dormía en esa cama extraña, he vuelto a soñar con los cuatro caballos azules despeñándose hacia la muerte, y he visto en esa imagen, sucinta y sobrecogedora, la exacta urdimbre de mi destino.